«Los Exiliados Románticos» de Jonás Trueba es una experiencia intensa, nadie lo niega. Pero es una experiencia para ver, creer… y salir corriendo.
El amor es una aventura, un viaje de incierto destino y aún menos seguro recorrido. Tanto puedes acabar como maillot amarillo de la felicidad como, una vez coronado el Tourmalet, descalabrarte en la bajada mientras pensabas que ya habías ganado. Eso, claro, si no desfalleces antes de la primera volante.
Amor, ciclismo, Francia. Tres elementos que Jonás Trueba parece querer conjugar en su última producción, «Los Exiliados Románticos«. Paramos la cinta, eso sí, para una aclaración necesaria. La tríada de protagonistas no usan bicicleta alguna, cierto, pero su recorrido, tanto en ruta como en lo emocional parece sacado de cualquier etapa del Tour. Con sus idas a y venidas, con sus carreteras rompepiernas, con sus altibajos emocionales, con el su doping necesario ante la impotencia y el fracaso amoroso.
Sí, «Los Exiliados Románticos» pretende ser un Tour de France romántico obsedido por la persistente y machacona intención de Jonás Trueba de hacernos tragar, vía embudo visual, todo homenaje posible a la Nouvelle Vague. Y no, no nos malinterpreten, esto es un recurso tan válido como cualquiera. El problema viene cuando el recurso deviene dedocracia visual a cualquier precio, incluyendo la capacidad de ahogar el trasfondo emotivo en pos de la tiranía de la estilística.
En este seguimiento de los protagonistas se echa de menos la libertad, la naturalidad nouvelle-vaguiana que presuntamente se reivindica. En el estilo reivindicado se trataba en cierta manera de retratar una realidad y ponerle un marco bonito. Trueba, por el contrario, decide anquilosar la experiencia reduciendo a sus protagonistas a clichés con patas. Cada uno con sus objetivos y personalidades tan definidos de entrada que resulta imposible escapar de propio fatuum. No, no sirve el chascarrillo fácil a cuenta del ratio belleza física / capacidades de ligoteo con el sexo fácil. Eso y otros momentos de discursividad salvadora resuenan como meros trucos de primero de distracción visual. No sea que el espectador pueda separar el grano de la paja y se de cuenta que hay un viaje, cierto, pero que se asemeja más a un salto al vacío que a la trayectoria vital pretendida.
Jonás Trueba consigue, eso sí, crear una rítmica de la aventura. Hay bucles, iteraciones y ecos que, fundamentalmente a través de la música, consiguen crear marcos episódicos, espacios contrastables que al menos, consiguen crear una estructura reconocible, una suerte de etapas que permiten intuir el desarrollo de la trama y, en lo negativo, subrayar de forma innecesaria los sentimientos, ya de por sí sobreexpuestos, de los personajes.
Sí, esto va presuntamente de romanticismo, de amores, dificultades e imposibilidades. Y apunto «presuntamente» porque todo suena a rancio, antiguo, fotocopiado. Y lo peor no es este aire de ambientador caducado, lo peor es que detrás del arquetipo no hay ni rastro de espíritu, de ese romanticismo al que se apela en el título. Y no, no hablamos del romanticismo cursi asociado al amor tipo «Pretty Woman«, «Dirty Dancing» o demás pseudo-productos al efecto. No, nos referimos a ese sentimiento intangible que te hace soñar, tanto por el viaje como por el resultado. Lo que sí hay aquí, sin embargo, es mucho exilio, pérdida de rumbo y divagaciones que son auténticas balas de fogueo sentimental.
«Los Exiliados Románticos» puede que no tenga una mala factura (aunque tampoco sea un prodigio de virtuosismo), lo que la hace tan tremendamente insufrible es su condición de placebo cinematográfico, de pastillita de felicidad envuelta en oropeles de trascendencia para trata de disimular infructuosamente su inanidad, su futileza. Un producto que es al cine lo que Paulo Coelho a la psicología, como poco una nadería, aunque lo más cercano a la realidad sería llamarla fraude.
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