Brillante Mendoza arranca su último film, «Lola«, con una planificación pasmosamente clásica y formalmente efectiva: con la cámara pegada a su nuca, seguimos a una abuela de la que intuímos que han asesinado a su nieto. En los primeros instantes, se preocupa del cuidado espiritual (poniendo velas en el lugar del homicidio) para, a continuación, recurrir a la vida «oficial» de la ciudad de Manila: su paso por la comisaría le dejará en conocimiento de quién ha sido el asesino… Y, justo entonces, aparecerá en escena precisamente la abuela del asesino. Ambas se cruzan en la comisaria ignorantes la una de la otra y, por lo tanto, no compartirán espacio alguno. A partir de entonces, sin embargo, la cámara se pegará a la nuca de la abuela del encarcelado, siguiéndola hacia una casa en la que se intuye que es el pilar sobre el que se asienta la familia no sólo espiritualmente (su hijo está aquejado de algún tipo de enfermedad mental degenerativa) sino también económicamente (ayuda a su nieto a vender verduras en un carrito por la calle). Y así, en tan sólo un cuarto de hora, Mendoza se las apaña para fundar las bases de su película de una forma sublime y granítica.
Porque es que de todo esto trata precisamente «Lola«: de cómo dos mujeres deben encontrar el equilibrio para sus familias dejando completamente de lado la vida «oficial» (que, en circunstancias normales, tendría que ser la encargada de impartir justicia). De forma opuesta a la luminosidad de «Serbis» pero igualmente antitética a la opacidad de «Kinatay«, la nueva película de Brillante Mendoza transcurre casi en su totalidad a la luz del día, aunque la paleta de tonalidades por las que opta el director en esta ocasión se escora hacia los grises lluviosos y los blancos rotos por nubes de tormenta. Este es el caldo de cultivo en el que se cuecen las dos historias entrelazadas de estas Lolas (porque «Lola» no es un nombre propio en esta ocasión, sin la palabra utilizada en filipino para designar a las abuelas) que llevan a cuestas la carga de sus unidades familiares pero que también son las transmisoras de los únicos ramalazos de felicidad vislumbrados en el film: una de ellas es la que advierte al resto de familiares durante el velatorio de que hay unos peces nadando cerca que les proporcionarán un buen rato de diversión; y la otra será la excusa perfecta para que sus familiares lejanos pasen un rato de alegría sin cortapisas persiguiendo unos patos por el prado. Son los dos únicos destellos de luz en una trama apesadumbrada y morosa que presenta un tipo de vitalidad luminosa diferente a la de «Serbis«: lo que allá era optimismo, aquí se trunca en un pesimismo incapaz, eso sí, de blindar las emociones.
Y si esa es la vida familiar y espiritual encarnada en las dos abuelas de «Lola«, igual de importante es esa otra vida «oficial» en la que se encarna una oscuridad social opuesta a la de «Kinatay«: si en aquella película se mostraba la corrupción de la vida «oficial», aquí se nos demuestra que existe vida más allá de esa corrupción… En la cinta de Mendoza, el dinero se transmuta en una especie de tótem panteísta que oprime a los seres humanos. De hecho, la economía y la preocupación por ella es probablemente una omnipresencia fantasmal tan acongojante o más que los espectros de otras ficciones. Las dos abuelas están perpetuamente preocupadas por sus dificultades monetarias: una de ellas incluso se ve en la tesitura de pedir a su vecinos para poder costear el entierro y la otra (justo después de un plano de descenso a la oscuridad materializado en el descenso por unas escaleras de caracol) decide timar a sus clientes para poder acumular el dinero que habrá de salvar a su nieto. Esta economía, por otra parte, no es más que la sangre que corre por las venas de la vida «oficial» de esa burocracia policial y jurídica que se presenta ante las abuelas como un Goliath al que vencer con un minimalismo absoluto de medios. De hecho, en una brillante puesta en escena, Mendoza dejará para el final una secuencia en la que las dos familias salen del juzgado hacia la calle, se detienen para que pase una caravana de coches oficiales y de escoltas con sirenas y, a continuación, se separan para seguir cada una con su vida. Como ya se ha dicho, de eso trata «Lola«: de dos abuelas coraje que tienen que buscar su propio equilibrio ignorando por completo a un sistema que las ignora pero que, a la vez, cohibe su libre actuación.
No es el único detalle que asombra en la realización atemperada de Brillante Mendoza. Esta escena final no es más que la cola mordida por la cabeza de un pez que ya conocimos en la primera escena. El cuerpo del animal, por otra parte, es sinuoso, escurridizo y palpablemnete acuático: el director consigue trenzar la historia de las dos abuelas en un crescendo que las irá acercando poco a poco, primero con cierta violencia, más tarde con el entendimiento de aquellos que ponen el bien común de sus respectivas familias por encima de la satisfacción personal y la sed de venganza. Las dos Lolas no coinciden en escena hasta bien avanzada la película, y no es hasta una deliciosa escena en un restaurante que ambas se sientan cara y cara y se dan cuenta (por la vía de los achaques de la edad) que lo que tienen delante bien podría ser el reflejo de la cara que suelen mirar en el espejo. A estas alturas del film, además, el espectador ya habita completamente bajo la piel de las protagonistas gracias a ese pulso detrás de la cámara con el que Mendoza, adicto a perseguir a los personajes pegando el objetivo a sus cogotes, consigue que nuestra mirada se mimetice con las de sus protagonistas (en una forma muy similar a la utilizada ya en «Kinatay«, puntuando los abismos emocionales con tétrica música de sinte).
Después de todo lo afirmado, sería poco coherente rehuir la certeza de que «Lola» es, muy probablemente, la cinta más lograda de Brillante Mendoza en lo tocante a cinematografía. Ahora bien, también hay que afrontar la sensación de que, tras encandilarnos a todos por la vía de lo emocional con «Serbis«, parece que el director está empeñado en demostrarnos que, además de sentimientos, también sabe de cine. De hecho, es curioso observar que, en el caso de «Lola«, parece que Mendoza muchas veces opta por aplacar las emociones de las dos abuelas en aras de un discurso mucho más intelectualizado (vida espiritual y familiar vs. vida oficial), disminuyendo así la pegada del material sobre nuestro estómago para favorecer el puñetazo en el cráneo, a la búsqueda del cerebro. Nada que objetar: Mendoza ya ha demostrado que es un maestro de los sentimientos («Serbis«) y del arte cinematográfico («Kinatay«). Y aunque «Lola» es un fascinante primer paso en el camino hacia la reconciliación de ambos puntos, al final la cabeza le gana la partida al corazón y nos hace pensar en el momento ideal en el que, como las historias de los abuelas, ambas concepciones artísticas se trencen en un rizoma pluscuamperfecto.