A tenor de la publicación de la polémica «Sumisión» en nuestro país, nos preguntamos: ¿por qué nos molesta (y cabrea) tanto Michel Houellebecq?
«El que quiere interesar a los demás, debe provocarlos’’. Eso dijo Dalí, y a este dictamen parece haberse acogido Michel Houellebecq, ya que bien podría considerarse toda su obra una confirmación de dicha sentencia. Si echamos la vista atrás, en «El Mapa y El Territorio«, merecedora del premio Goncourt, «Plataforma» o «Las Partículas Elementales«, el escritor francés incomodó a la sociedad planteando arduos temas como el turismo sexual, la superficialidad dentro del mundo artístico, la pornografía o el islamismo.
Era de esperar que «Sumisión» (publicado en nuestro país de la mano de Anagrama) no fuera a ser menos. Lo que no era tan predecible es la coincidencia del día de publicación de la obra con los atentados en París de «Charlie Hebdo«, una casualidad que provocó que la nueva obra del autor cobrase un protagonismo mucho mayor del esperado. El enfant terrible de las letras francesas confirma su apodo y vuelve a meter el dedo en la llaga con un relato futurista, construido a partir de dos cimientos: su cínico humor y una sarcástica burla. Haciendo malabares entre ambos, nos vomita su hastío existencial frente al mundo moderno, frente a una sociedad decadente y frente a nosotros mismos.
TRES PILARES: UNA FRANCIA MORIBUNDA, UNA EUROPA DECRÉPITA, UNOS MODELOS AGOTADOS. «Sumisión» existe porque existe François. Alter ego del autor, el protagonista y voz narradora de la novela es un profesor de la Sorbona especialista y obsesionado con Joris-Karl Huysmans, escritor referente del decimonónico francés. François es un solitario empedernido que no cree en prácticamente nada. Él observa, reflexiona, folla, bebe, imparte clases, mantiene elevadas conversaciones, pero lo hace todo con una pasmosa apatía, sin ocultar su desgana hacia todo lo que le rodea. Básicamente acepta vivir una realidad que ni le interesa, ni pretende cambiar, mientras asume su propia existencia que considera vacía. Teñido de nihilismo, este misántropo -eje observador de todos los acontecimientos- aparece como un reflejo del resto de la población Europea.
Es en este contexto donde Houellebecq se adelanta al tiempo y decide situarnos junto con su protagonista en el año 2022, en una Francia en pleno período electoral. Rodeados de un clima de pre- guerra civil, compiten dos partidos por la presidencia: el Frente Nacional, cuya líder es Marine Le Pen, y la Fraternidad Musulmana, un partido islámico moderado. El elegido resulta ser Mohamed Ben Abbes, líder del partido islámico, que logra llegar al poder con el apoyo del partido socialista de Hollande y el centro derecha de la UMP de Sarkozy. Pese a lo que cabría esperar, Houellebecq no dibuja un escenario abrupto ni violento, sino todo lo contrario. Los cambios van sucediéndose paulatinamente y todo el mundo opta por acatarlos pasivamente. Se legaliza la poligamia, se elimina la educación laica, la mujer queda relegada a un plano doméstico, el desempleo baja considerablemente y Francia aparece sobreponiéndose a la crisis, desembocando en un estado que parece más fuerte que antes. Lo destacable de cómo van desarrollándose los cambios estriba en la forma que tiene la Fraternidad de enfocar su nueva legislatura: haciendo hincapié a través de la cultura y educación, facetas a las que da una importancia desmesurada, mucho mayor que al aspecto económico. He ahí el fondo de la novela: la base cultural. El cambio se realiza a través de la vuelta al patriarcado, de la presencia de la religión islámica en la educación, dejando una Francia muy distinta a la anterior.
Según Toynbee, una civilización decae como resultado de su impotencia para enfrentarse a los desafíos que se le presentan. Precisamente de impotencia está llena la sociedad que describe Houellebecq: tenemos un sistema político bipartidista atrofiado, unos dirigentes pusilánimes que no tienen nada nuevo que proponer, a los que les da igual el pueblo y sólo buscan mantener su parcela de poder, una nación disgregada social y culturalmente, unos ciudadanos que obedecen a todo como robots y en general una mansedumbre sin límites.
Houellebecq arremete con un mensaje conciso: el sistema actual está agotado, los modelos tradicionales han caducado y tanto Europa como la propia Francia deben replantearse lo establecido hasta la fecha. Se ha acusado al autor de buscar inquietar a la población y, frente a tantas críticas, él sale del paso aclarando que su posición es neutral. Si bien el panorama que traza de una Francia islamista aparece como algo irreal, plantea una evolución que no resulta descabellada, ya que el crecimiento islámico es una realidad cada vez más presente, concretamente en la nación francesa. Ilya U. Topper habla en un famoso artículo acerca del asunto, asegurando que tanto la izquierda como la derecha están metiendo la cabeza en la arena con el problema. Plantea la integración no sólo como un fracaso, sino ejerciendo un efecto contrario al deseado. Al levantar barreras y no facilitar la convivencia entre las diferentes culturas, lo que fomenta son los guetos y, por lo tanto, la exclusión. Dice estar en rotundo desacuerdo con la concepción que se tiene de Europa como víctima, y la sitúa como cómplice.
En una línea parecida, el periodista Manuel Jabois declaraba que una democracia necesita poner a prueba su tolerancia, porque detrás está su libertad. Afirmaba que esa tolerancia no se ejerce con quienes maldicen en bajito sino entre otros, con quienes se burlan de lo más sagrado. Y eso es precisamente lo que hace Houellebecq, burlarse de algo muy grande: de nuestra sociedad, de nuestro tiempo, de nosotros mismos. Y es que, más allá del terreno político, lo que destaca en»Sumisión» no es una denuncia política, sino una crítica al mundo moderno y sus valores. Si escribir es un medio para quejarse, Houellebecq lo hace sobre todo contra la hipocresía y falsedad que abunda en todos los ciudadanos, verdaderos fantoches que acatan todo sin cuestionarse nada, que no son más que marionetas en manos de un sistema putrefacto.
EL HUMOR HOUELLEBECQUIANO COMO ARMA CRÍTICA CONTRA LA POBLACIÓN DORMIDA E HIPÓCRITA. Por razones que se me escapan, a la gente le toca las narices el exceso de sinceridad. Quizás porque es más fácil instalarse en la comodidad, por engañosa que sea, que hacerlo en una realidad comprometida. Houellebecq elige el humor acerbo y la gracia verbal para repartir puñetazos contra la desidia de la población. Recordemos el sarcasmo con respecto al disparatado uso del consumismo como método para refugiarse y satisfacer deseos. Destaco la opinión acerca de la comida precocinada: «La impresión de participar a una experiencia colectiva decepcionante pero igualitaria permite abrir el camino hacia una resignación parcial«, traduciendo el espíritu de la sociedad francesa, o el sarcasmo respecto al sushi («gusto universal por una mezcla amorfa de pescado crudo y arroz blanco«) como burla a los gustos democratizados. Incluso la mofa «el confit de pato me parecía poco compatible con la guerra civil«, trivializando algo tan arduo como el conflicto interno.
Por otra parte, pone de manifiesto la paradoja de una sociedad abrazando una nueva religión cuando realmente ya no cree en nada. El mayor golpe es ése: la falta de fe en todos los ámbitos, ilustrada en el propio François que, por no creer, no cree ni en el propio sistema educativo al que dedica su tiempo. Tal vez porque el cuadro social descrito da ganas de llorar y reír al mismo tiempo, Houellebecq opta por usar un humor que roza lo absurdo. Seguramente por lo mismo incluya a personajes que resultan paródicos, como Lempereur, en un reproche a la superficialidad que abunda en el mundillo literario. El protagonista le deja hablar porque «la gente en general está fascinada por su propio discurso«, traduciendo así el pedantismo que prima en esos círculos y el ombliguismo de los que sólo saben mirar por sí mismos. Otros personaje ilustrativo es Rediger, recién nombrado nuevo decano de la Sorbona, que aparece como un títere oportunista. El protagonista, por su parte, es paródico en cuanto a lo contradictorio que resulta: reflexiona pero de forma cínica, se lamenta de su soledad pero no aguanta a sus semejantes, parece necesitar una mujer a su lado pero se recrea en citas y sexo con prostitutas, y claudica al final abandonando la relación con Huysmans, el único vínculo en el que verdaderamente creía.
Las bofetadas vienen una detrás de otra, y todas nos hablan de lo mismo: la sumisión de unos ciudadanos iguales, la resignación general. Esta sensación de conformismo que desprende toda la historia llega al súmmum cuando el propio François, supuestamente el más crítico y objetivo de todos, acepta reincorporarse a la universidad recibiendo la paga que le ofrecen, acatando convertirse al islam por puro interés. La frase que pronuncia el decano, «La cumbre de la felicidad está en la mayor sumisión«, es clave no sólo a la hora de interpretar la decisión del protagonista, sino para plantearnos nosotros mismos qué supone esta capitulación. Al someterse, François se decanta por la hipocresía, optando por arrollidarse ante un sistema en el que no cree como una vía para obtener una existencia más feliz que la anterior. Al fin y al cabo, a lo que renuncia es a su propia moral, por eso dice que ha abandonado la vida intelectual para siempre, y que su relación con Huysmans ha terminado. Por eso mismo asistimos a su conversión, y por eso «Sumisión» es en sí misma una metamorfosis.
¿CAMBIAR ES MEJORAR? Los paralelismos se acumulan en la novela: la sociedad francesa reflejada en el espíritu de François, y François a su vez reflejado en Huysmans. Otro paralelismo simbólico es el pueblo de Martel donde se refugia el protagonista, que evoca el recuerdo de Carlos Martel, héroe francés que impidió la invasión árabe. Simbólico es también el santuario de Rocamadour, donde François imita el retiro de Huysmans. En imitación precisamente se traduce la relación Huysmans / François: de hecho quien haya leído «A Contrapelo» encontrará en»Sumisión» una forma parecida de narrar los acontecimientos y de estructurar la historia. Pero, más allá de todas estas similitudes, lo que plantea esta novela es el súbito cambio de una sociedad. Es una obra que capta una metamorfosis.
Como si de una caja de muñecas rusas se tratase, las modificaciones van desarrollándose sin tregua. Francia asiste a una conversión al islamismo, la Sorbona siendo un escenario representativo de la transformación de la educación. Los mandos políticos varían, el rol de la mujer también. Los ciudadanos encarnan el cambio de valores e incluso los hay, como el personaje de Miriam, que deciden dejar el país, que modifican su ritmo de vida. El propio François comenzando lo que llama su «segunda vida» es la representación de este fenómeno transformativo.
Churchill decía que mejorar es cambiar y, sin embargo, lo curioso de la novela del francés es que, aunque el conjunto haya dado un giro de 180 grados, nos encontramos con una sensación de que todo sigue igual de corrompido, que el clima social conserva el mismo miedo y la misma desgana, que por mucho cambio que se haya producido política y culturalmente, sigue presente la misma decadencia y persiste la impresión de que se necesita replantear todo de nuevo.
«SUMISIÓN» INCOMODA, HOUELLEBECQ CABREA. Si el autor francés provoca tantos odios y pasiones es porque molesta. Y si molesta es porque no deja indiferente. Al escupirnos asuntos tan delicados nos obliga a cuestionarnos sobre ellos, a mirar de frente la realidad y reflexionar sobre temas que no resultan agradables, entre ellos plantearnos si no seremos nosotros unos sumisos más del rebaño actual. ¿Debemos considerar esta novela como una descarada provocación? ¿O más bien tomárnosla como una incitación a la reflexión? ¿Podría ser cierto lo que piensa el filósofo Alain Finkielkraut, aquello de que en «Sumisión» se habla de un futuro que no es seguro, pero sí plausible?
Sea como sea, no hay que olvidar que la raíz de»Sumisión» es literaria: estamos consumiendo literatura, no política. Es por ello que, al terminar de leer la obra, me tengo que mostrar de acuerdo con lo que dijo Almudena Grandes: puede que la literatura no tenga tanto que ver con las respuestas, sino con las preguntas. Lo que es innegable es que Houellebecq sabe meter el dedo en la llaga con ellas, y sabe hacerlo apretando bien fuerte. [Lucía Tolosa]