Con varios capítulos a nuestras espaldas, nos preguntamos: ¿por qué «MasterChef 3» se ha ido de madre? ¿Prima el espectáculo? ¿Se olvida de la cocina?
Mi relación con la franquicia «MasterChef» ha sido cambiante como las mareas a lo largo de sus tres temporadas. Pero, ojo, que haya sido cambiante no significa que sea volátil, ni mucho menos. La cuestión es que a la primera edición me enganché con retraso: cuando La Primera se hizo con los derechos de este programa, no puse demasiadas esperanzas en todo el tinglado. Todos sabíamos lo que iba a ocurrir: el formato original (endiabladamente vibrante) sería fagocitado por las formas más arcaicas y anquilosadas de la televisión pública española. Y, la verdad, nadie puede negar que nuestra versión de «MasterChef» tiene mucho de rancio abolengo: esas visitas a bases militares, los eventos preñados de representantes de las artes nacionales más integradas, bodas de oro, esquí pijales… Una panorámica de una España que no sé a vosotros, pero que a mi «no me representa».
Sea como sea, he de reconocer que la primera edición de «MasterChef«, aunque vista a destiempo, acabó no sólo gustándome… sino apasionándome. Y lo curioso es que esa pasión nacía precisamente de la que yo creía que sería su mayor debilidad: el blanquismo emocional y el llevar la pelota hacia el terreno de las buenas intenciones. La cuestión es que, al fin y al cabo, este «enganche» lo vivía paralelamente al «desenganche» del «MasterChef» estadounidense: Gordon Ramsay y su troupe habían llevado el formato hacia tal nivel de marrullería, malrollismo, hijoputismo y competitividad mal entendida que la única salida era esa, desengancharse. En comparación, el «MasterChef» español se plantaba delante de nosotros como una versión donde lo importante volvía a ser la cocina y la comida, y no los malos rollos y el espectáculo de esos encontronazos entre concursantes y jurado (o entre los mismos concursantes) rodados como un accidente de tráfico a cámara rápida. Puede que el primer «MasterChef» de La Primera pusiera demasiado el acento sobre la historia del ganador, pero incluso aquello era perdonable cuando veías que la rivalidad entre Juan Manuel y Eva se planteaba en términos deportivos y totalmente sanos.
Algo cambió, sin embargo, en la segunda edición de nuestro «MasterChef«. Deberíamos haberlo visto venir con el caso de Celia, la vegana a la que se le hizo la vida bastante imposible: la versión EEUU del programa ya había tenido su vegana particular, y es sorprendente considerar que Ramsay la trató mucho mejor de lo que aquí hicieron Pepe y compañía. La versión yanki se centró en sorprender al espectador con el hecho de que una vegana pudiera cocinar cualquier tipo de carne o pescado de forma pluscuamperfecta sin necesidad de probar bocado… Mientras que aquí el jurado inició una tristísima campaña de acoso y derribo hasta que Celia quebrantó sus reglas alimentarias por completo. Esto ya debería habernos puesto sobre aviso de lo que llegaría después: el malrollismo se le fue al programa de las manos con el caso de Gonzalo (llámenlo ustedes como quieran: el bipolar, el psicópata, el sociópata… o, simple y llanamente, el -mal- actor) y, sobre todo, con esa rivalidad sobre-alimentada hasta el exceso entre Vicky y un Emil que todos nos quedamos con la sensación de que se fue sin decir todo lo que quería decir al respecto del programa.
Así las cosas, ¿qué podíamos esperar de la tercera temporada de nuestra versión de «MasterChef«? El primer programa con todo el proceso de casting asentaba el tono de esta edición: obviando por completo la polémica de tongo que sobrevoló al anterior proceso de casting, «MasterChef» arrancaba dejando bien claro que ya no buscaba cocineros, sino personajes. El grupo final de concursantes, sin lugar a dudas, parece responder más bien a un proceso de casting para una sitcom familiar que para un evento gastronómico: tenemos al primo quillo, a la abuela entrañable, a la tía lejana que abandonó España y se fue a Sudamérica a seguir viviendo una vida llena de desgracias, al hermano buenorro, a la cuñada hierbas obsesionada con la dietética, a la prima que no sabes si es modelo o borderline, al tío al que le perdimos la pista porque acabó encadenado a una sucesión de horfanatos y cuarteles militares… Lo dicho: el casting es maravilloso, pero ¿dónde queda aquí la comida?
Eso sin contar, evidentemente, que en este «MasterChef 3» el jurado ha acabado por extremar de forma absurda los «personajes» que en la primera temporada aparecían simpáticamente esbozados: la campechanía de Pepe ya se utiliza más para herir a los concursantes que para hacernos reír, la bordería y sequedad de Jordi parecen remitir al dicho castizo de «que te folle un pepino» (sin lubricante) y Samantha está ahí, intermitente como un Gusiluz que pasa sin previo aviso de la muerte cerebral y el pasar totalmente desapercibida a ponerse como una energúmena y pegarle gritos a sus concursantes sin ton ni son. Estos «personajes» son los conductores de un festival en el que pocas veces se pone el acento sobre la propia comida: a estas alturas, en las anteriores temporadas ya habíamos visto algún que otro plato brillante ejecutado por sorpresa por algunos de los concursantes. Por ahora, en «MasterChef 3» lo único que ha brillado es aquel «León come gamba» que parecía creado expresamente para arrasar en el mundo de los memes.
Si en ediciones pasadas los concursantes se enfrentaban a retos destinados a poner a prueba sus dotes culinarias, en esta ocasión nos encontramos con momentos tan bochornosos como ese en el que los equipos deben enfrentarse al servicio de habitaciones de un hotel de cinco estrellas y se acaban encontrando con un grupo de humoristas que se dedican simplemente a hacer sus vidas imposibles, a impedirles cocinar para que prime la sensación de caos y de chascarrillo hispano. Todo ello acompañado por la sensación de que, de nuevo, y más que misteriosamente, los concursantes a los que más mima el jurado (con esa forma de «mimar» que tienen a base de una de cal y otra de arena) son los que de vez en cuando pueden ir explicando su triste historia ante las cámaras con un buen ratio de lagrimones en sus caras o en la de los espectadores.
Con todo ello, es inevitable hacerse la pregunta que corona este artículo: ¿por qué «MasterChef 3» se ha ido de madre? La respuesta es sencilla… Básicamente, porque está haciendo primar el espectáculo (y, de hecho, no es ni un buen espectáculo, sino que más bien es una mala opereta). Porque, sobre todo, se está olvidando de la cocina. Y era por eso por lo que todos estábamos delante de la pantalla, ¿no?