«Saint Laurent», «The Duke of Burgundy», «In The Basement»… Intensidad en nuestra crónica de las primeras jornadas del Festival de Cinema D’Autor de Barcelona 2015.
La imagen de este año del Festival de Cinema D’Autor de Barcelona lo dice todo. Si has pasado por el Teatre del CCCB, sabrás de lo que estoy hablando. Ya en el vestíbulo, la palabra CINEMA brilla en una construcción de bombillas que se ha convertido en la foto oficial de Instagram de este fin de semana. Pero es que, además, justo debajo de la pantalla de este mismo lugar yace la misma palabra con bombillas igual de brillantes; y es aquí, en la oscuridad previa y posterior a cada sesión, donde se percibe en su totalidad lo icónico del gesto de este D’A 2015: el festival nació como una celebración del cine de autor y, al fin y al cabo, se ha acabado por convertir en un festejo absoluto de esto, del CINEMA en mayúsculas. De ese mismo CINEMA que se completa en la imagen gráfica de esta edición con una especie de revisión del imaginario de «Metropolis«. Lo dicho: cinefilia en su máxima expresión.
Y cinefilia es precisamente lo que lleva flotando en el ambiente desde la inauguración del festival el pasado viernes 24 de abril. La apertura no podía haber sido más lujosa: Bertrand Bonello, director que protagoniza una de las dos retrospectivas de este D’A 2015, se subía al escenario del Teatre del CCCB para hablar de cómo todas sus películas, al fin y al cabo, son una exploración de los márgenes. Un discurso que viene a reforzar lo que siempre se ha dicho del Festival de Cinema d’Autor de Barcelona como esfuerzo mucho más que elocuente a la hora de hacer visible ese cine que resulta invisible por culpa de habitar los márgenes, aquellos lugares en los que resulta demasiado fácil pasar desapercibido, no existir.
Ese es un peligro, sin embargo, que no va a correr el «Saint Laurent» de Bonello: después de que «L’Apollonide. Casa de Tolerancia» le postulara como uno de los estetas más importantes del nuevo siglo, como un realizador capaz de capturar la belleza del instante minúsculo y amplificarla a través de las imágenes (y una utilización siempre acertada de la música), su biografía no oficial de Yves Saint Laurent vuelve a poner al tiempo en el centro de sus disquisiciones: si en su anterior film se trataba de magnificar un instante (concreto, el del argumento, y general, el de cambio de siglo desde el XIX al XX), en «Saint Laurent» juega precisamente a relativizar ese mismo tiempo. La apertura puede engañar al espectador haciéndole pensar que nos encontramos ante la típica película que muestra dos escenas avanzadas en el tiempo para recapitular hacia atrás y coger carrerilla para después ceñirse a una linealidad tradicional. Pero, ojo, porque Bonello no juega a la linealidad: juega más bien al tiempo como burbuja estanca donde el transcurrir de los días y, sobre todo, de los años no tiene ningún tipo de validez.
Ahí va la profunda crítica de Bonello hacia el mundo de la moda. Una crítica que podría resumirse con una secuencia particularmente fascinante: esa en la que, en la discoteca habitual que frecuentan el diseñador y sus colegas, Betty le pregunta a su amigo que qué hará y, cuando él responde que volver a trabajar, ella se va al centro de la pista a bailar. De la apoteósica imagen de ella danzando se corta a un plano fijo de las escaleras de la Maison Saint Laurent por la que van descendiendo varias modelos, cada una de ellas luciendo un vestido de cada una de las colecciones a medida que van pasando los años, a medida que esos mismos años aparecen en grandes letras en una pantalla partida que contrapone este desfile cronológico contra imágenes de años particularmente cruentos en lo que a sociedad y política se refiere. Mientras los ecos del 68 y de diversas guerras arden en blanco y negro en la pantalla, la concatenación de las modelos sólo permite pensar en un cosa: el mundo de la moda vive encerrado en su burbuja particular, totalmente impermeable a lo que ocurre más allá de las paredes de la Maison. Y, para acabar de cerrar el discurso, tras el plano secuencia del desfile volvemos a Betty bailando la misma canción, en la misma discoteca, pero con ropa diferente y un año rotulado que indica que, aunque el tiempo ha pasado entre un baile y otro, para la modelo y el diseñador es como si siguieran viviendo el mismo instante eterno.
Así es el Yves Saint Laurent de Bonello: un alma que decide encerrarse en su burbuja de trabajo, drogas, alcohol y sexo, una burbuja en la que el tiempo pierde por completo su sentido porque, al fin y al cabo, es el entorno (su envejecimiento, el estado socio-político mundial) el que nos permite hablar de «tiempo» en sí. Sin la referencia del entorno, sin su capacidad para contextualizar, el tiempo pierde su capacidad de acción, así que no es de extrañar que, una vez saltamos por encima las escenas que ya se vieron al principio del film, los tiempos narrativos (pasado, presente y futuro) se mezclen en una sucesión de maravillosas mascaradas destinadas a perturbar al espectador (la presencia continua, por ejemplo, de ciertas obras de arte alrededor del diseñador, también obstinado en vapulear al tiempo con esa sucesión de perros siempre iguales, sin importar los años que pasen). Al final, es inevitable percibir «Saint Laurent» como un bucle, como un sublime rizo que se riza sobre él mismo para demostrar que la genialidad puede tener como contrapartida una pérdida de contacto con la realidad, una retro-alimentación ególatra que separa del mundo y condena al aislamiento mental. Un rizo de una belleza que duele, hiere, hace sangrar.
En contraposición a la delicadez del gesto de «Saint Laurent«, otro de los triunfadores del fin de semana resultó ser Ulrich Seidl gracias a su «In The Basement«. La pregunta flotaba en el ambiente cuando las luces volvieron a encenderse después de su proyección: ¿cuánto tiene la última cinta del director de falso documental? ¿Es posible que todo lo que vemos en él sea cierto? Sea como sea, pronto queda claro que este documental que deja al descubierto lo que hace la gente en sus sótanos va más allá del propio sótano como lugar físico y habla más bien de estos lugares como un espacio tan sumamente íntimo que permite que el verdadero «yo» corra libre, desenfrenado y furioso. La señora que guarda a muñecos de bebés ultra-realistas en cajas de zapatos, los nacionalistas que se emborrachan y tocan música de marching band rodeados de imaginería nazi, el club de tiro en el que se acaba hablando de la inmigración en términos racistas, la masoca que trabaja en Caritas, el esclavo y su dueña… A veces son demasiado fuertes para ser reales. Pero una cosa queda clara: Seidl empleó tres películas (las de su trilogía «Paraíso«) para dejar al descubierto algunos de los grandes males de la sociedad austriaca. En «In The Basement«, sin embargo, necesita menos de hora y media para conseguir lo mismo: un ejercicio de síntesis matadora que hace reír, evidentemente, pero que hace pensar mucho más todavía.
«Catch Me Daddy«, por último, convence como ejercicio de depuración narrativa, como intento de dejar el argumento en lo mínimo para demostrar que el thriller vive en la forma y no en el fondo: el juego del ratón y el gato que establecen una chica hindú huida de su casa y los sicarios contratados por su padre (la mitad hindús, la otra mitad puro scum británico) resulta vibrante y apasionante… Pero la falta de gancho emocional y humano acaba restándole puntos al resultado final en el film de Daniel Wolfe. El hecho de no saber exactamente cuál es la génesis del problema (la huida, la situación familiar, etc.) implica que desconectar resulta algo fácil. Demasiado fácil. [Raül De Tena]
La jornada del sábado nos ofreció ante todas las cosas ejercicios de potencia visual. Sí, más allá de argumentos lineales o de historías de recorrido “tradicional”, tanto «The Forbidden Room» como «The Duke of Burgundy» pivotan fundamentalmente en atraer y captar la atención de la audiencia mediante un despliegue de recursos estéticos tan variados como de carácter utilitario. Porque sí, aquí no se trata de algo meramente conceptual o de goce sensorial, no, se trata de hacer de lo visual el vínculo, el link, la fuerza que pega con cola y da sentido a ambas producciones, aunque de una manera que sitúa ambas producciones en las antípodas una de la otra.
«The Forbidden Room» tiene la gran virtud de no engañar a nadie_ estamos ante el universo Guy Maddin, una locura, un cuelgue en todos los sentidos que explota (como es habitual en su cine) recursos más que olvidados, presuntamente demodés. Cine silente, expresionismo, intertítulos de toda clase, cine soviético… Una mezcla que da una patina brillante al conjunto y que da forma a esta especie de juego de ‘tú la llevas’ que es «The Forbidden Room«. Historias dentro de historias, digresiones locas que se abren y se cierran en la búsqueda de lo que Churchill llamó “una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”. Pero aunque un planteamiento de esta índole puede parecer y es atractivo a todas luces, no es menos cierto que el resultado final no lo es tanto… No es sólo una cuestión de incomprensión argumental, ya que la película no está pensada para ello; es más bien un tema de ahogamiento referencial, de bombardeo saturador de ideas y de falta del asidero de una idea-fuerza por encima de las demás. La sensación final es de pérdida de rumbo, de devaneo y de estiramiento innecesario del concepto, dejando un poso final que oscila entre la brillantez y la indigestión y la sensación de estar ante un gran material para un corto pero insuficiente para sostener sus casi dos horas de metraje.
Todo lo contrario sucede con «The Duke of Burgundy«: Esta es una película cuya visualidad es necesaria para contextualizar su temática, para dotarla de atmósfera y crear una fábula erótica, rezumante de erotismo, sensualidad y, por qué no decirlo, una considerable dosis de mala baba y enfermiza ironía. Si bien de entrada podríamos pensar que estamos ante una cierta explotación voyeurística del lesbianismo, algo así como un Jess Franco soft-porn con clase, lo cual podría provocar cierta irritación, todo cambia mediante el giro que Peter Strickland da a la película. Al situarnos en una especie de distopia o realidad paralela exclusivamente femenina, el ojo masculino desaparece de la visión y nos adentramos en el sofisticado retrato de una historia de amor, insectívora, masoquista. Algo así con la película que hubiera debido ser «Cincuenta Sombras de Grey» si sus creadores hubieran tenido el suficiente buen gusto. Música barroca, trama circular y una buena cantidad de simbología a descubrir hacen de «The Duke of Burgundy» no sólo una película de alto voltaje erótico, sino un film que supone un complejo entramado de realidades, fantasías, realidades y relaciones de poder. Sin duda, una apuesta arriesgada e impactante que desconcierta al mismo tiempo que se asume con total naturalidad. Una joya de orfebrería para revisitar una y otra vez.
Si el sábado hablábamos de lo visual, el domingo nos traía el siempre confortable déjà vu sangsooniano y su opuesta: una propuesta finlandesa algo marciana o, al menos, definida por su propio director J.P Valkeapää como un film “raro-metafórico”. O, al menos, eso parecía dictar la teoría… Pero vayamos por partes. Por lo que respecta a «Hill of Freedom«, podríamos hablar del mismo Hong Sang-Soo de siempre, el de comer, beber, follar y existencializar sobre la vida. De esos paseos circulares con cierto aire de “out of time” que les caracteriza. Sin embargo, estamos ante una película que, pese a conservar estas características, se desliza hacia una cierta suavización de sus temáticas. Casi se diría que estamos ante un juguetito, un artefacto experimental donde el director surcoreano apuesta por jugar a una cierta retranca sobre los límites de su propio cine, desacralizando algunas de sus características habituales e incluso prescindiendo de alguna de ellas (no recordamos película de Sang-soo sin personajes vinculados con el mundo del cine o lo artístico). En definitiva, un ligero entretenimiento, un caramelito que no amarga, pero que sin embargo dista de los mejores trabajos del director.
Pero para amargante y, por qué no decirlo, altamente irritante, con un punto de soberbia pretenciosa, es el producto que Valkeapää nos ofrece: «They Have Escaped«. Una suerte de road movie existencialista, como si de un «Bonnie and Clyde» de mercadillo se tratara (por cierto, no dista demasiado en ciertas temáticas con «Les Combattants«), centrada en las vicisitudes de dos jovenes outcasts fineses en su lucha por rebelarse contra la opresión del mundo y ya tal. Sí, ya tal. Porque las temáticas son tan obvias como su desesperante y vano intento de metaforizarlas. Eso por no hablar de su paulatino e innecesario descenso a los infiernos que acaba por poner a la película así, sin ton ni son, casi a la altura genérica de terror paletil, o tortura campestre. Todo adornado, eso sí, con los pertinentes e intensitos slow-motions, música clásica que viste siempre mucho y primeros planos de dolor y gritos. Eso sí, de cine escaso, por no decir ausente. [Alex Pérez Lascort]