Naomi Kawase se sumerge en las profundidades de su cine para volver a hablar sobre los lazos familiares, el amor y la muerte.
Como ocurre con otros directores y directoras, el cine de la japonesa Naomi Kawase se fundamenta en una serie de temas consolidados. La familia, el amor y sobre todo, la muerte, forman parte de los leitmotivs que componen su filmografía. En “El Bosque del Luto” (2007), donde Kawase trató la muerte desde el mogari (periodo dedicado al luto recordando a los seres queridos), uno de los ancianos aseguraba que cuando uno muere existe otro mundo más feliz y grande que la Tierra, mientras que otra mujer pensaba que al fallecer se va al cielo a bailar, unas percepciones agradables del fin de la vida dentro del dolor que supone para los familiares y amigos, un tormento captado de forma más clara en “Shara” (2003). En “Aguas Tranquilas” (2014), la muerte se presenta en una isla con un cadáver de un hombre flotando en el mar, un hecho extraordinario para sus habitantes que sirve para abrir una película en la que la directora japonesa vuelve a tratar la defunción desde un punto de vista simbólico a la par que espiritual.
Dos adolescentes, Kaito (Marukami Nijiro) y Kayko (Yoshinaga Jun), vuelven a ser parte destacada de la historia como en “Shara” o “Moe no Suzaku” (1997). Kawase utiliza la inocencia, la madurez y los opuestos lazos familiares para definirlos. Kayko carece de miedo, nada en el mar pese a estar prohibido por la investigación del hombre fallecido, pero le cuesta asimilar que Isa (Matsuda Miyuki), su madre shamana (una clase de diosa) enferma, esté a punto de morir: “¿Por qué la gente nace y muere? No hay motivo”, se dice a sí misma. La suya es una familia cuyas vidas están entrelazadas y unidas, como se muestra de manera literal en la escena donde Kyoko, su madre y su padre Tetsu (Sugimoto Tetta) forman una cadena tumbándose. Todo lo contrario que para Kaito, un joven delicado y sin fuerza de voluntad que no entiende la separación de sus padres y porque su madre Misaki (Watanabe Makiko), ausente parte del tiempo y con la que no tiene una buena relación, está con otros hombres. Kaito y Kayko son dos personas muy diferentes, pero el amor que siente el uno del otro les une.
En vinculación con los temas anteriormente comentados, la naturaleza tiene una importancia esencial para Kawase. La directora no la utiliza únicamente como entorno de sus historias, sino que le otorga una relevancia inusual y muy personal. Los bosques, los verdosos campos y en el caso de “Aguas Tranquilas”, el mar, cobran vida y buscan crear un vínculo con los seres humanos. Los personajes se funden con y en ellos para vivir una experiencia cercana al misticismo y la purificación de sus almas. Una poderosa energía capaz de convertir a alguien en vacío y quietud, en un silencio muy presente siempre en su filmografía, donde el sonido ambiente que propicia la naturaleza se convierte en diálogo. En “Aguas Tranquilas”, la omnipresencia de la natura de la isla choca con las infinitas autopistas que llevan a Tokio, una ciudad gobernada por su calidez, la masiva población y la grandilocuencia de sus edificios. Allí es de donde Kaito proviene y vive su padre Atsushi (Murakami Jun), es con él con el que se siente más cercano y con el que busca encontrar el motivo de la separación con Misaki, un amor basado en el destino y la unilateralidad que no llevó a anexionarse.
El deseo de Kawase por filmar lo intocable y lo invisible otorga a elementos integrados tales como el viento, la luz y la energía un significado divino y metafórico en un tipo de cine que podría definirse como sensitivo. Precisamente la metáfora es utilizada en las olas, capaces de llevarse todo tipo de cosas y de transmitir una poderosa energía a quien se atreva a enfrentarse a ellas, pero que, como la vida, tienen un inicio y un final. Adentrarse en el universo que propone la nipona supone acceder a un estado catártico y sobre todo emocional por parte de sus personajes y del espectador. La sensibilidad se percibe en el tratamiento de la irremediable muerte de Isa desde una visión espiritual y divina (conocer el lugar de donde son los dioses), pero también desde un ámbito costumbrista con canciones y bailes tradicionales.
La narración se centra, como ya es habitual en las películas de Kawase, más en la forma que en el fondo, la belleza de los paisajes eclipsa en ocasiones a la propia historia, un hecho que lleva a un ritmo pausado. Quienes ya conozcan o sean seguidores del cine de la directora reconocerán en “Aguas Tranquilas” similitudes con sus otros filmes. Y aquellas personas que decidan introducirse por primera vez en un trabajo de Naomi Kawase encontrarán y descubrirán un cine muy particular, visceral y poético. “Aguas Tranquilas” es, en definitiva, una película para sentir y contemplar. [Sergio Montesinos]
[taq_review]