Por muy raro que parezca, nos atrevemos a ir a ver a Bertín Osborne y Arévalo en el espectáculo «2 Caraduras en Crisis»… Aquí te explicamos la experiencia.
Arévalo y Bertín. Bertín y Arévalo. Tanto monta, monta tanto. Tal para cual. Dos tipos auténticos, honrados a carta cabal. Con un humor pleistocénico, seguramente, pero compenetrado, ágil, auténtico. Hay verdad en el espectáculo de estos mellizos y muy poca vergüenza también por cierto. Sí, gustará más o menos, pero es indudable que no hay trampa ni cartón en lo ofrecido.
Empezar con un video de «Los Gemelos Golpean Dos Veces» puede parecer anecdótico, pero como reconocimiento del referente es impagable. Este reconocimiento, esta muestra de humildad de los que son sin duda epígonos del humor castizo (solo rivalizado por gente de la altura de Arturo Fernández o La Bombi) ya nos pone a las claras que estamos ante dos genios que, sin embargo, se siguen vistiendo por los pies.
Un espectáculo, además, bien administrado, en una estructura 2+1+1+2 que da pie tanto al toma y daca de ingenios como al lucimiento personal de cada miembro del dueto. Bertín y Arévalo, Arévalo y Bertín se dirigen a una audiencia entregada. Saben quiénes son y qué buscan y demandan. Y se lo dan. Primero en un intercambio de chascarrillos de carácter local, luego con un análisis humorístico de la actualidad socioecónomica que deja traslucir por dónde van los tiros ideológicos. Es un pim pam pum contra todos. Todos roban, todos son ladrones, todos corruptos de manera que los que están no son tan malos. Sólo iguales que los demás. Un show que se les ha quedado algo anacrónico con lo de Urdangarín y la infanta y tal. Pero no importa, porque las señoras de la audiencia ríen a mandíbula batiente.
Señoras con pinta de usar Tena Lady y caballeros con más caspa que cabello revientan la sala a risas y aplausos. Es como una convención de VVGG del Partido Popular pero con la pátina de ese franquismo mal digerido que se repite en el eructo jovial del anciano adaptado a la democracia de mala gana. Y, para esta audiencia cautiva, nada mejor que un Bertín Osborne que los maneja a su antojo con su aire desenfadado de galán, de señorito andaluz que sabe bajar al nivel del pueblo llano sin perder un ápice de clase.
Pero, como todo galán, Bertín tiene su reverso en forma de gañán, algo tonto, algo simplista, pero buen tipo. Y ese es el rol que adopta Arévalo sin pestañear. En su monólogo, adopta la idea del chiquillo eterno, más pequeño, más débil que su “mellizo” al que debe todo lo bueno que le pasa. No es falsa modestia, sin embargo. Se aprecia una sincera admiración, una envidia que es sana en su totalidad. Y, con ello, una asunción absoluta de su rol bufonesco. No en vano, este tramo acaba con un intento de canción interrumpida por Bertín, demostrando quién parte la pana.
Y, sí, Bertín se adueña del escenario con su inmortal «Buenas tardes señora, buenas noches señora» (coreado por todo la sala, incluyendo al que esto escribe). A partir de aquí, operación nostalgia. Anécdotas patilleras como la de convivencia con Sinatra, juergas con bailarinas, ventas de sus discos y génesis del show con su “hermano” Arévalo. Es tremenda la capacidad del Sr. Osborne de saltar de temas, de intercalar un aire de seriedad con una voz modulada, grave, profunda, a otro de despiporre dejando ir todo su acento andaluz. Lo dicho el hombre de élite conviviendo con el populacho, como un Fernando VII de la vida. Claro está que nada de lo visto es nuevo. De hecho, el Sr. Osborne, a diferencia de Arévalo, no se esfuerza en absoluto en remasterizar ni repertorio ni sus gracias. Es todo una operación nostalgia, un back in time a tiempos felices, eones atrás, donde las galas veraniegas eran lo más y contar chistes de mariquitas era un must de la risa padre y patria.
En el fondo, estamos ante una comedia situacional. Si, no es broma: lo que hace Bertín Osborne es situar a España en el plano que le corresponde, que no es otro que aquel que comentaba ya tiempo atrás Valle Inclán: España es una deformidad grotesca de la civilización europea. Y, un siglo después, estamos igual, llevamos una capa de pintura de epítome de la modernidad. Pero tras la fachada está la carcajada, el exabrupto carajillero en cuanto se oye la palabra mariquita, maricona, loca o demás mote denigratorio.
Claro está que una sombra no puede tapar las grandes luces que «2 Caraduras en Crisis» nos depara. Esencialmente, su glorioso tramo final a dúo, donde se nos ofrece desde una parodia de «Don Juan Tenorio» hasta un momento de emoción interactiva a modo de traca final donde se conmina a la audiencia a cantar juntos gloriosas rancheras. Emotivo, no tiene otro nombre, verse a uno mismo acompañando un clamor jurásico consistente en corear aquello de «una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar (rodar y rodar, rodar y rodar)«… Algo indescriptible si tenemos en cuenta que era simultaneo al Arévalo zambomba’s erotic time.
Sí, no nos engañemos. Lo de los chistacos con doble intención erótico-festiva es un truco que nunca falla. Y, cuanto más se acercan al caca, culo, pedo, pis, más risas despiertan. Siendo así, ver a Arévalo con sombrero mejicano mientras simula una masturbación con la zambomba (ojo, que se moja incluso la mano abundantemente antes de hacerlo; sí, sí, se MO-JA y ES-CU-PE en la mano) resulta tan bizarro como épico, resultando una de las cumbres del humor de lo absurdo de lo delirante. Algo que bordea lo brechtiano.
Resumiendo: «2 Caraduras en Crisis» es humor de ayer, hoy y siempre. Que eso sea positivo o no, ya depende de la percepción personal o, casi mejor, de la edad o estrato geológico que uno tenga en su DNI. Seamos claros: esto no es un show para todos los públicos, sino que es, como acertadamente indica nuestra compañera Mar Barbas Hernández, “porno duro para la tercera edad”, una exhibición impúdica de lo basto y grosero, una violación en toda regla de la sutileza, un vaciado neuronal. Que es exactamente lo esperado, lo deseado. Y, por lo tanto, un triunfo sin matices. Atronador.