Hay muchas formas de abordar una review de «50 Sombras de Grey»… Esta lo hace anteponiendo la honestidad brutal y conviniendo que la película es una mierda.
Aunque habría muchas maneras más o menos poéticas de decirlo, creo que hay que marcarse una prosa a lo Calamaro y tirar de honestidad brutal: «50 Sombras de Grey» es una mierda de película. Matices los que quieran y a ellos nos referimos a continuación, pero lo cortés nunca debe quitar lo valiente y la verdad es esta, pese a quién pese y por gráfico y grosero que pueda parecer. Nos reiteramos, sí, lo esperábamos también, pero «50 Sombras de Grey» es igualmente una mierda de película.
David Lynch. No pregunten los motivos, pero este es el nombre que no dejaba de resonar en mi cabeza durante todo el metraje. Lynch, Lynch, Lynch. Un mantra oscuro y enigmático. Ya saben: no hay banda y, sin embargo, oímos una banda. El tema está ahí detrás del embalaje, detrás del horrendo material primigenio en forma de páginas encuadernadas, detrás de la cortina telefilmera neutra, aburrida, sosa, gris que la ínclita Sam Taylor-Johnson ha pergeñado de manera apresurada, fácil, recaudatoria. Toma el dinero y corre (y filma dos secuelas más claro).
Sí, hay clarinetes y trombones, pero suenan como en un cinta de cassette mal grabada. Y aún así oímos una banda, porque hay tema jugoso que explotar. Porque hay control, trauma, obsesión, fantasías y oscuridad. Ingredientes todos para lo turbio, para lo denso. Para electrizar el vello corporal. Y en su lugar hay Beyoncé, sado filtrado por Disney, estilización de porno de los 90, princesitas lloronas mordiéndose un labio. Y lujo, sí, pero vulgar por su impúdica forma de mostrarlo. Un vulgar display of power, que dirían los Pantera.
El problema fundamental es que uno atisba todo lo que podría haber detrás de la historia si alguien con arrojo, (Lynch, Lynch, Lynch) se hubiera dedicado a profundizar en lugar de trasladar, a enturbiar en lugar de ser una apisonadora que aplana cualquier interés (si lo hubiera) que se desprende lateralmente de la historia. Lo que necesitaba «50 Sombras de Grey» era precisamente prostituir el libro, degradarlo, romperlo. Hacer una historia tentadora, degradante, putrefacta y a la vez turbadora. Algo que hiciera correr escandalizadas a las lectoras y correrse de forma sucia y excitante a los espectadores. Sí, se necesitaba excitar al personal con algo más que unos abdominales, un helicoptero y una mordida de labio. Se necesitaba locura y exceso. Se necesitaba ser muy explícito o no serlo en absoluto. Lo que no se necesitaba es este tirolapiedrayescondolamaning , este sí pero no, este amago de hacer cosas sucias y luego saco las plumas de pavo real.
Necesitábamos a Lynch, sí, porque «50 Sombras de Grey» tenía el potencial para una historia de locura. Con enanos malignos cargándose la compañía de Grey a base de llamadas anónimas. Porque los paquetes que recibe Anastasia deberían contener jarrones rotos, flores muertas y no regalos de lujo. Porque la compañera de piso debería sugerir tema, ardor, tijeritas o follarse a Grey directamente para poner celosa a la Steele. Claro, se dirá, que entonces no estamos hablando del mismo libro-producto, pero no. Sí es lo mismo, porque «50 Sombras de Grey«, en el fondo, por más que les duela a las fans del tiobuenismo o del sexo de princesas Disney, es el retrato oculto de la mente de un psicópata obsesionado con el poder y el control. Un tipo cuya vida está marcada por la violencia y sólo sabe relacionarse a través de ella. Un filón pues a explorar, indagar y recrearse en él.
Lo peor sin duda de todo este tinglado es que la película se esfuerza tanto en ser correcta que no cae en el exceso ni por vía del ridículo. Al final es todo tan (pretendidamente) académico que aburre. No da ni para unas risas excepto en contadas ocasiones. No es ni tan siquiera grotesca: es sólo fría, y eso, en un producto diseñado aparentemente para calentar al personal es lo peor que se puede decir de ella. «50 Sombras de Grey» es un vodevil, alargado, inane por momentos incluso incomprensible dadas las inexplicadas e inexplicables reacciones de sus protagonistas. Siendo así porque no desatar la locura completa (Lynch), convertir el laberinto recreacional en una pesadilla inescapable (Lynch), hacer de cada mirada la promesa de un polvo salvaje (Lynch), de cada mirada un orgasmo, una nausea y un vómito (Lynch, Lynch, Lynch). No hay banda, y sin embargo… por desgracia no oímos nada. Silencio, bostezo, sopor.
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