«Nightcrawler» de Dan Gilroy es una (imperativa) invitación a meterse hasta las entrañas en lo más sucio, vil y realista del mundo de la (des)información.
Telemasacre. Está era la palabra que inevitablemente fluía de la boca de mi padre cada vez que los títulares del telediario inundaban el salón. Había un cierto deje de ironía en ello, un disgusto enquistado en el conocimiento de la tragedia que machaconamente se iba a suceder ante nuestros ojos. La paradoja estaba en el acto en si de su visionado: si ya conocíamos de antemano el desfile de desgracias, carnicerías, crisis, sangre y muerte del que ibamos a ser testigos, ¿por qué seguiamos mirándolo?
«Nightcrawler» no pretende dar respuestas al fenómeno, ni tan siquiera hablar de los mecanismos de activación del morbo del telespectador, al darlos por algo sentado . En este sentido, estamos muy lejos del film denuncia o de un cierto idealismo utópico al respecto. No, este es un film que habla de canibalismo, de cómo el medio está dispuesto a devorarse a sí mismo en la lucha sin tregua por la cuota de audiencia correspondiente hasta el punto de entregarse a los ardides de un sociópata.
No, no estamos haciendo spoilers al respecto, entre otras cosas porque una de las virtudes de la película es su sinceridad y apertura absoluta en intenciones y presentación tanto situacional como en lo que repecta a los personajes / bufones que pululan por ella. Y es que, en el fondo, y a pesar de toda la repulsión que pueda provocar Louis Bloom, el personaje interpretado por Jake Gyllenhaal, no deja de ser, dentro de los parámetros de su amoralidad, el único personaje mínimamente inteligente, incorruptible, eficaz en su coherencia vital. Bloom es de facto una parodia metafórica del ideal americano, un self made man que, partiendo de la nada, llega al éxito profesional.
En este sentido, «Nightcrawler» es un fábula tremendamente crítica con el neoliberalismo precisamente porque, lejos de distanciarse y señalar dedocráticamente sus males, se sumerge en sus entrañas mostrando la deshumanización de los medios a modo de sinécdoque de la sociedad entera. De esta forma, no deja de tener su intencionalidad que la estética, de la película aún estando contextualizada en la actualidad, prescinda de la muestra de alta tecnología y recurra a un primitivismo de acciones y medios en su desarrollo. Radiofrecuencias, cintas de video y cámaras domésticas sustityen a lo viral, YouTube, Internet y dispositivos móviles cuya asépsis no cuadra con lo suciedad y degeneración mostrada.
Hay grano y densidad en los planos del film, como si Gilroy se dedicara a espesar esas noches eternas y prescindir vía elipsis de la luz del día. Curiosamente no es la claridad, lo diáfano, lo que hace florecer la suciedad, más bien al contrario: es lo diurno lo que esconde lo deforme que se oculta en la sombra. La normalidad entendida como decencia queda elipsada y, por tanto, desaparecida en combate en favor de una negrura espesa que bebe tanto del granulado digital de un Michel Mann como de, como bien apunta Deborah García Sánchez-Marín de visual404.com, el slasher ochentero a la William Lustig.
Se puede objetar un cierto anacronismo e incluso una falta de originalidad en la temática. Cierto es que la corrupción y el circo mediático y han sido ampliamente reflejados en el mundo del cine. «Network» (Sidney Lumet, 1976) o «Ace in the Hole» (Billy Wilder, 1951) son claros ejemplos de ello. Sin embargo, es precisamente esta repetición lo que nos permite desarrollar un timeline de carácter plenamente pesimista. Sí, hay temas que siguen orbitando, que se iteran cada cierto tiempo porque no hay cambio en ellos. Desde la exhibición circense a la crítica descarnada, nada parece capaz de hacer cambiar ni evolucionar ciertos comportamientos en los medios de comunicación. Al contrario, los métodos parecen irse refinando en tanto que aumenta la autoconciencia de estar nadando (y creando) en la basura. Por ello mismo, el retrato acaba siendo más y más doloroso en tanto que su credibilidad y verismo aumenta.
Sí, «Nightcrawler es tan ejemplar en su análisis de los mecanismos de la putrefacción informativa como afinada a la hora de dejar espacio al espectador para que saque sus conclusiones. Una película tortuosa en su perversidad malsana que nos hace zigzaguear entre la admiración y el desprecio por su protagonista mientras sonreimos irónicamente ante su desfachatez impúdica ante sus actos que, aún sabiendo despreciables, sabemos que ejecutará sin pestañear. Como mi padre cuando veía los titulares en las noticias. Telemasacre.