En el momento en el que escribo estas líneas, Natalie Portman debe de estar tumbada en el sofá de su casa disfrutando de la etérea sensación de estar a punto de ser mamá y haber ganado el Oscar a la Mejor Actriz gracias a «Cisne Negro«. Un homenaje merecido, si tenemos en cuenta que la película de Darren Aronofsky tenía muchas papeletas para haber sido la particular bajada a los infiernos de la actriz, que por fin puede respirar con calma al dar por finiquitada una interpretación que podría haber tenido un punto y final como el de la bailarina que interpretaba.
El bueno de Darren vivía obsesionado con la idea de adaptar un musical de Broadway a la pantalla grande ambientado en el hermético mundo de la danza y quería que lo protagonizara la singular protagonista de «León (El Profesional)» (Luc Besson, 1994). No se podía esperar menos del director de «Réquiem por un Sueño» (2000): someter a la angustia del guión de «Cisne Negro» a la delicada Padme Amidala, lo que confirma mi permanente sospecha de que este tío es un poco sádico y que, si no fuera director de cine, estaría disparándole perdigones a los patos en Central Park. La pobre de Portman en cada estreno en el que coincidía con el director lo agarraba fuerte del brazo y le preguntaba a qué esperaba para poner en marcha la película, que se me pasa el arroz, le decía, mírame: tic, tac, tic, tac. Después de años, muchos borradores y de una experiencia que seguramente haya dejado al director de «Pi» (1998) tan hecho mierda como a la protagonista de su historia, Darren Aronofsky ha parido una película que los Oscars han ignorado casi totalmente, pero que sin duda se ha convertido en uno de los musts fílmicos de 2011. Por lo que hemos visto en pantalla… y lo que hemos vivido fuera.
Desde el primer momento, la versión 2.0 de «El Lago de los Cisnes» venía tocada por el dedo de la fama y la celebridad (atrás queda la polémica con las hermanas Rodarte que diseñaron los trajes de baile y que no fueron acreditadas). Después de firmar la caída libre de «El Luchador» (2008) devolviéndole algo de dignidad a Mikey Rourke (como hiciera Santiago Segura con Toni Le Blanc, pero a lo bestia y en versión USA), Aronofsky se confirmaba como autor indispensable al que seguir los pasos con lupa. Se le perdonaba el castañazo metafísico de «La Fuente de la Vida» (2006) y salía de las ratoneras del cine indie cultureta con pretensiones del que se había convertido en Rey gracias a sus dos primeras cintas. Con su último trabajo, el director prometía alcanzar el dudoso y difícil equilibrio entre “cine de autor” y “cine mainstream”… y lo ha conseguido. A día de hoy (y más después del impulso que supondrá el Oscar de su protagonista), «Cisne Negro» pasa por ser la película más comentada en tertulias, foros, reuniones, bares y máquinas de café (o de agua), alcanzando el nivel de film que te puede convertir en paria si no las has visto (ya en el ambicioso grupo de las “¿pero no la has vistoooooh?” en el que se incluyen «Avatar» y «Uncle Boonmee Recuerda Sus Vidas Pasadas«).
El «Cisne Negro» de Darren Aronofsky es un ejercicio de angustiosa virtuosidad y claustrofóbico desarrollo que aúna de forma brillante todas las filias de su director. Cuenta con una protagonista masoca con seguridad nula y una enfermiza necesidad de autoreafirmarse a través de la dedicación total al ballet (anteriormente había sido a través de a) las Matemáticas («Pi«); b) las drogas y la prostitución («Réquiem por un Sueño«); c)la búsqueda de los misterios del (inacabado) calendario Maya y saber por qué Enya ya no vende discos como en los 90 («La Fuente de la Vida«); y d) el wrestling y Evan Rachel Wood («El Luchador«). Además de la Musa (la Ciencia, el Arte, Chibalba…) como ente catalizador de fobias y necesidades vitales, la protagonista se enfrenta a un entorno social / familiar subyugante. Con la diferencia de que, en esta película, el realizador añade un elemento enriquecedor y hasta ahora inédito en su cine: la nemésis, en la forma de una Mila Kunis hipersexuada y tatuada, que representa primero todo lo que Nina no es: informal, libre, espontánea -esa entrada inicial en el salón de ensayo, tarde y en plan “¿es aquí el cursillo de pole dancer?”-; y que más tarde se convierte en todo lo que a Nina le gustaría ser, una ambición que se expresa en la película a través del odio primero y del deseo más tarde. El director enfrenta a dos mujeres totalmente opuestas en un combate ‘delicadeza versus desparpajo’ a tope de power que alcanza en su clímax en una secuencia con más ecos al Verhoeven de «Instinto Básico» (esa escena en la discoteca…) que a Polanksi o Hitchock.
Mediante un diseño de producción apabullante, un ritmo frenético y un montaje desquiciado, Aronofsky consigue que el espectador se identique con la paranoia, el exceso y las dudas de Nina: coloca la cámara a la altura de la mirada de la protagonista y juega con nosotros como le da la gana, nos lleva por dónde quiere sin caer en las bestialidades y el maniqueísmo fácil y demagogo de otras de sus cintas. Aquí el exceso siempre está justificado: por el contexto, por la narración, por la historia, todo en «Cisne Negro» es exagerado y opulento pero increíblemente bello e hipnotizante, e incluso las secuencias más arriesgadas, en las que sitúa a Portman al filo del paroxismo, consigue -por una vez- que actriz y narración se queden en la punta de la navaja sin gotear hacia el suelo. Cuenta el film además con un par de escenas lo suficientemente difíciles y creepys como para provocar la risa incómoda en lugar de asombro. Sin embargo, no es así. Para cuando la acción desemboca en turbulencia pura, el espectador ya está vendido y tragará lo que le pongan por delante. A Nina en plan «Nosferatu«, caliente como una cafetera o convertida en forma y espíritu en el deseado Cisne Negro.
Qué es lo que distingue a una película maniquea de una obra maestra es algo que todavía me pregunto. Personalmente, «Réquiem por un Sueño» me parece un exceso innecesario, la obra de un flipado de la vida y un titiritero con muchas ganas de provocar. «Cisne Negro» tiene más puntos en común con esta película que con cualquiera del resto del director, pero no cae en la ida de olla ni en el ridículo, no juega con el espectador drogándolo a base de plano cortos hipervitaminados. Sin ser una película contenida, con demasiados clichés como para considerarla original (madre castradora, el recurso continuo de los espejos…), en «Cisne Negro» Aronofsky alcanza un equilibrio entre el exorcismo y la belleza, y firma una de las películas indispensables de este año y de los que vengan.