También suele olvidarse que, antes de «Scott Pilgrim«, Lee O’Malley firmó el igual de gozoso «Lost at Sea«, que no estaba repleto de referencia poperas pero sí que volvía a disertar sobre uno de los grandes males de nuestra generación: la timidez patológica que suele devenir en ostracismo social y en principio de depresión. Ahí está el verdadero interés de la obra de Bryan Lee O’Malley: en cómo consigue jugar con diferentes capas de sentido para que, bajo varias mantas de pop colorido y estridente, quede oculta una última capa de retrato psicológico generacional que tiene mucho de pulla preñada de colegueo. Y, evidentemente, ante semejantes precedentes, «Seconds» (editado ahora en nuestro país de la mano de DeBolsillo) no podía ser diferente.
De entrada, la nueva obra de Bryan Lee O’Malley introduce una nueva coordenada a la personalidad de su imaginario: si hasta ahora siempre había mostrado una capacidad magistral para sublimar referencias musicales, comiqueras y estéticas, ahora el autor añade una de las últimas derias hipsters que sin lugar a dudas levantará las simpatías de sus lectores habituales (y de los no habituales también). Me estoy refiriendo a la última frontera moderna: el rollo foodie. La protagonista de «Seconds«, Katie, es una cocinera que tiene múltiples problemas personales y laborales porque quiere abandonar el restaurante en el que está trabajando por cuenta ajena (el Seconds del título) para inaugurar su propio local. Bueno, como una veinteañera que se acerca a la treintena, Katie también tiene múltiples problemas emocionales (es lo que tiene ser la jefa «vieja y bajita» de todo un grupo de esculturales camareras y de un pinche fardón con el que hay una evidente tensión sexual) y sentimentales (con el típico ex que perdiste contra tu voluntad por culpa de un conjunto de decisiones erróneas).
Y, evidentemente, «Seconds» no sería una obra de Bryan Lee O’Malley si no tuviera una estructura vibrante que convirtiese las viñetas en herederas directas de la trepidancia audiovisual del videoclip a partir de un punto de partida de pura psicotronía pop. El espíritu del Seconds, Lis (una especie de duende hiper-estilizado con cuerpo y estilo de modelo nórdica), se pone en contacto con Katie para hacerle un regalo en forma de caramelo envenenado: una libreta y una seta. La libreta sirve para escribir en ella una decisión errónea de la que te arrepientas; y la seta, una vez te la comes y te vas a dormir, elimina lo escrito de tu vida. A partir de ahí, y después de que Katie descubra que en el lugar del que proviene esa seta hay muchas más, la vida de la cocinera se convierte en una concatenación de «revisiones» que irán alejándola cada vez más y más de su propia realidad, de su propio «yo» e incluso de su propio «ego».
Aquí es donde vuelve a hacer acto de presencia el Bryan Lee O’Malley aficionado a la multiplicidad de capas… Porque, al fin y al cabo, «Seconds» no deja de ser el grito de frustración de una generación que empieza a madurar (¿a hacerse vieja?) y a observar con tristeza cómo todo un conjunto de decisiones tomadas a la ligera impactan sobre la vida adulta sin posibilidad de cambio, sin posibilidad de redención. En cierto momento de «Seconds«, Lis lleva a Katie hasta un árbol de ramaje intrincadísimo con múltiples luces viviendo entre sus ramas: cada una de esas luces es un Seconds diferente habitado por una Katie diferente… Y, demasiado tarde, la protagonista entiende que la única forma de vivir en paz consigo misma (con nosotros mismos) es abrazar el monstruo deforme y agresivo que se va formando poco a poco con cada punzada de arrepentimiento surgida de una nueva decisión, de un nuevo «¿qué hubiera ocurrido si hubiera elegido hacer algo totalmente diferente?». Un monstruo que no somos nosotros, pero que se nos parece demasiado y que forma parte de nuestra alma.
Puede que, en esta ocasión, el discurso oculto de «Seconds» no sea tan impactante como el de «Scott Pilgrim» ni tan descarnado como el de «Lost at Sea«, pero también hay que reconocer que, después de una serie de tanto éxito, el autor bien podría haber optado por repetir el mismo patrón o, simple y llanamente, por quedarse en la celebración absoluta de la forma pop mutirreferencial… Pero, por el contrario, ha decidido permitirse un pequeño-gran capricho que le ha salido dulcemente preñado de esa jodida melancolía que todos sentimos cuando nos vamos acercando a esa edad adulta en la que el número de decisiones que nos quedan por tomar ya nunca será más grande ni más relevante que el número de decisiones que hemos dejado atrás y que han moldeado para siempre nuestra existencia.