En estos tiempos que corren de variedad infinita, de desenfreno auditivo y de all you can eat musical, en definitiva, cuesta ya encontrar artistas capaces de parar el mundo y que nos obliguen a sentarnos una hora y escuchar y analizar con tiempo lo que dicen y cómo lo hacen. Con tanta diva repentina, tanto grupo que lo peta para no saberse nunca más y tanto disco del año, parece que cada vez menos se disfruta de la música que realmente nos agita o conmueve. Yo misma raramente encuentro el momento de escuchar con calma los discos que me gustan. Ocasionalmente, en nuestra apretada agenda musical surgen highlights como la salida de un nuevo disco de PJ Harvey, que siempre suele ser excusa para dedicarle el tiempo que merece a una artista a la que hemos visto crecer, cuyas canciones han sido banda sonora de nuestra propia existencia y que, de alguna manera, han quedado grabadas en las arenas del tiempo del rock de nuestros días.
Cada disco de Miss Harvey se convierte en un acontecimiento por muchos motivos. Principalmente, porque la señora de la triste figura lleva ya veinte años de carrera y con este, ocho discos a sus espaldas. Algunos mejores que otros, con variaciones más celebradas que otras, y con compañías más recomendables que otras (no es este el caso, con John Parish y Mick Harvey a los mandos, como ya es habitual). Pero en cada paso que ha dado a lo largo de su vida musical, PJ Harvey ha sabido marcar un hito, un antes y un después y establecer una línea de fuego divisoria que la distingue de artistas consagrados y por consagrar y que la convierte en el adalid del rock que es hoy en día. Con una amiga de esta web llegábamos a la conclusión de que PJ Harvey es, simplificando mucho, la Madonna del indie: vestida de novia gótica, con harapos de homeless trasnochada o con tacones amarillos, siempre ha tenido su propio faro guía, ha sabido administrar lo que el mundo a su alrededor le ofrecía, masticarlo y escupirlo como buenamente le ha parecido en su momento. Todo sin perder ni un ápice de credibilidad (obviamente, las comparaciones con Madonna terminaron hace un buen rato). El cambio como constante necesaria en la obra de un artista. Y es que no en vano, ella misma siempre ha manifestado el temor a repetirse.
Así que verla vestida en plan gallina Caponata de duelo para las fotografías promocionales de «Let England Shake» (Vagrant / Universal, 2011) ni nos sorprendía (y tenía que haberlo hecho, porque ahora puede verse como la imagen reveladora del negativo cultureta del Gagaísmo). Cuando se supo que su octavo disco iba a ser “su disco político” tampoco a nadie pareció llamarle la atención en exceso, y es que era cuestión de tiempo que la trovadora de Dorset se enfrentara a los tiempos que nos ha tocado vivir y dejara de mirar(se) hacia dentro para observar y representar lo que pasa fuera. Pero, a diferencia de lo que se podía esperar teniendo el cuenta su temática, «Let England Shake» pasa por ser uno de sus álbumes más accesibles. Su contenido contestatario, crítico y revelador encuentra en la música el medio perfecto para su mensaje. Lejos de optar por la vía descarnada de «Rid of Me» (Island, 1993) o de encomendarse la decadencia gótica de «To Bring You My Love» (Island, 1995) o «White Chalk» (Island, 2007), la artista opta por abrazar el folk inglés en todas sus formas y convertir las doce canciones que conforman el disco en un poemario reivindicativo y de reminiscencias populares. En este disco, Harvey vuelca todas las preocupaciones sociales que la han estado acuciando durante años y que es ahora cuando se ha sentido capaz de plasmar y vocalizar con la profundidad que merecían. Y lo hace a través de canciones que hablan de la Primera Guerra Mundial, del colonialismo, de Afganistán y de la siempre ambivalente y discutible postura de una nación como Inglaterra ante estos conflictos. A través de letras duras y de ironía lacerante (la imagen de “soldiers falling like lumps of meat” en «The Words That Maketh Murder» o cuando hacia el final se pregunta “Why don´t I take my problems to United Nations?), el disco consigue un empaque devastador pero que nunca abruma, gracias a melodías reconocibles y a unos arreglos sutiles y contenidos, con las guitarras, como siempre, y la auto-harpa que ya utilizara en «White Chalk» como instrumentos catalizadores, además de atreverse con samples de trompetas y dobles voces masculinas. Pero sobre todo, consigue que el oyente se sorprenda pero no se ahogue gracias a su voz. En este disco, Harvey agudiza el tono como nunca, pero no para darle fuerza expresiva sino para cantar más dulcemente -de hecho, cuesta reconocer a la tarada emocional que cantara aquello de “lick my lips, I´m on fire”-. No hay que olvidar que «Let England Shake» tiene vocación de discurso personal, no de cuento de brujas, y que cantarlo con la fuerza de años pasados podría confundir o diluir el discurso.
Para escribir canciones como «The Last Living Rose» o «The Glorious Land«, la artista se inspiró en los Desastres de la Guerra de Goya y las pinturas de Salvador Dalí de la Guerra Civil Española. Se tragó «Senderos de Gloria» y «Barry Lyndon«, y seguro que con el ambiente que se cuece en Inglaterra estos días: sólo le hacía falta asomarse a una ventana para invocar los fantasmas que se pasean por las canciones de un disco que se levanta como un pendón a tres metros del suelo, que debería verse a kilómetros de distancia y que debería servir para detener cualquier ejército y cortar cabezas. La crisis de los 40, la problemática social de un mundo que grita pero no lo suficiente, una carrera indómita y muy personal y, sobre todo, un ingenio heredero de las grandes personalidades femeninas de la historia de la música (de Ricky Lee Jones a Patti Smith), nos devuelve a la artista más reveladora del rock de nuestros días, hoy voz de lo que muchos piensan y no se atreven a vocalizar, en el que podría ser su particular Viaje al Fin de la Noche. Merece la pena sentarse durante la hora que dura «Let England Shake» y emocionarse escuchando cómo su voz se repliega y agita, se esconde y se ensancha en «England«, o mientras apela al sentido común y ataca el egoísmo estúpido en «The Words That Maketh Murder«.
Cada vez que alguien le de al play para escuchar este disco, el tiempo debería detenerse mientras suene. Porque cuando Miss Harvey canta, el mundo debería callar y escuchar lo mucho que (todavía) tiene que decirnos.