Nuestra primera crónica del Festival de Sitges 2014 se debate entre tres grandes películas: «I Origins», «Under The Skin» y «The Babadook».
[dropcap]L[/dropcap]a maquinaria del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya ya está funcionando a plena potencia: el Auditori del Hotel Melià se ha convertido en un cadena de montaje por la que van pasando unas películas que impresionan el triple debido al tamaño de su gigantesca pantalla, el resto de espacios del festival vuelven a ofrecer visiones diferentes y no tan mainstream de lo que el fantástico (y lo que va más allá del fantástico) puede ser, los fans van arriba y abajo por la ciudad como zombies cada vez más cansados pero siempre dispuestos a compartir mordidas con los compañeros no-muertos (para quien no entienda la alegoría, aquí me estoy refiriendo a eso momento maravilloso en el que te encuentras con colegas y te dicen que eres un loser porque todavía no has visto LA PELÍCULA del festival)… En medio de semejante vorágine, ¿cuándo pararse a escribir sobre todo lo que se está viendo?
Pues cuando te lo permite el tiempo… y cuando te lo pide el cuerpo. Y mira que a mi el cuerpo me pide ponerme a escribir desde que el pasado domingo «I Origins» me dejara medio temblando de emoción e intentando ocultar mis lágrimas de quinceañera en medio de un público más acostumbrado a los gritos guturales que los gimoteos lloricas. No era para menos y, sobre todo, por mucho que «Another Earth» pusiera el listón alto, nada hacía esperar el nivel rozando a la perfección de «I Origins«: Mike Cahill le ha dado brillo al cine concebido como díptico (a la manera de, por poner un ejemplo ilustrativo y cercano en fondo pero lejano en forma, Apichatpong Weerasethakul) para volver a hablar de «El Árbol de la Ciencia» de Baroja, del choque entre fe y razón, entre religión y ciencia. En la primera parte del díptico se trenzan unos sorprendentes descubrimientos científicos con una historia de amor rodada al más puro estilo indie yanki (vamos, ese que piensa continuamente en Sundance). La segunda parte de «I Origins«, sin embargo, se embarca en un viaje hacia lo desconocido que viene a sintetizarse en esa conversación en la que alguien le explica al protagonista la comprensiva reacción del Dalai Lama cuando le preguntaron si sería capaz de aceptar unos descubrimientos científicos que anularan su fe y, a continuación, le interroga sobre qué haría si un acto divino (o místico o mágico) echara por tierra sus descubrimientos científicos. Habrá quien piensa que lo sentimental le gana la partida a lo racional en el film de Cahill (¿cómo tomarse ese escenón final con el «Movie Picture Soundtrack» de Radiohead tocando la fibra sensible?), pero lo cierto es que, por una vez, lo sentimental queda justiciado porque el discurso racional ya se ha analizado y sobreanalizado previamente. Por ahora, esta es la película del Festival de Sitges 2014. Y puede que incluso del año 2014.
Y lo digo siendo plenamente consciente de que «Under The Skin» se lo va a poner muy difícil. El film de Jonathan Glazer llegaba a Sitges para demostrar que la pantalla grande (y más todavía cuando es tan grande como la del Auditori) sigue estando justificada: todos aquellos que hayan preferido no esperar al estreno de «Under The Skin» se habrán perdido sin lugar a dudas uno de los mejores exponentes del cine sensorial de última generación, ese mismo que practican Terrence Malick, Nicolas Winding Refn o Shane Carruth y que intenta por todos los medios que la pantalla engulla los cinco sentidos del espectador. La historia de alienígenas de «Under The Skin» subyuga y te hace prisionero desde su arranque excepcional, concebido casi como un videoclip: esas escenas en las que el personaje de Scarlett Johansson conduce hacia la perdición a sus víctimas con sus cantos de sirena, en un entorno donde el tiempo y el espacio se aniquilan en un negro absoluto y donde la música deviene un coro griego que llama a la muerte, ya han pasado a formar parte de la historia del cine. Y aunque en la segunda parte del film la pegada estética pierda fuelle y quede al descubierto que debajo del papel de regalo tampoco hay un discurso demasiado profundo, hay que reconocer que Jonathan Glazer lo ha vuelto a conseguir: este siempre fue el futuro que todos esperamos de la generación surgida de los videoclips de los 90. Y no la ñoñería ombliguista de «Her«.
La primera gran sorpresa del festival fue, sin lugar a dudas, «The Babadook«: si todo va bien, si llega a su público ideal en un entorno ideal, el film de Jennifer Kent puede llegar a convertirse en un pequeño gran hito del género en la onda de «The Ring» o «Pesadilla en Elm Street«. La fuerza de su propuesta es tan grande como para minimizar la invocación de referencias tan tradicionales: «The Babadook» puede tomarse como la pesadilla de una madre y un hijo provocada por la lectura de un libro infantil diabólico, o incluso puede entenderse como la creación de un personaje, el Sr. Babadook, carne de franquicia… Pero lo interesante en este caso es tomarse «The Babadook» como una película psicologista que viene a hablar de esos monstruos psicológicos que todos guardamos en los sótanos de nuestra mente. La multiplicidad de lecturas no hace más que engrandecer una cinta que acerca el cine sensorial al género más clásicos.
Por su parte, «Taller Capuchoc» llegaba al Festival de Sitges 2014 con una advertencia: ya van casi cuarenta montajes diferentes del film de Carlo Padial (o eso afirmó el mismo director durante la cachonda presentación de la película) y, de hecho, el que se pudo ver es diferente del que se había proyectado en la presentación del film hace unas semanas. Un work in progress fascinante que explota de forma sublime lo mejorcito del cine imperfecto, del cine como trabajo de continuidad, del cine que concibe al espectador como parte de un proceso que va a ver delante de sus ojos las tripas de la aventura creativa. Hace poco, Jodorowski decía que un artista no debía dejar ver el parto, sino sólo el bebé… Y películas como «Taller Capuchoc«, con sus gozos y sus sombras, demuestran que a veces el parto puede ser tan bonito como el bebé; sobre todo cuando, como en este caso, incluye una buena cantidad de pildorazos de humor low cost pero highbrow. O, por lo menos, todo lo highbrow que puede y quiere ser un director al que el pajillerismo intelectualoide se la pela tanto como para firmar esta sátira sobre la clase literaria en la que te acabas planteando si reside menos cariño del que las risas entrañables hacen aparentar.
Y, como en todo festival, no todo van a ser aciertos en el Festival de Sitges 2014. «The Quiet Ones«, por ejemplo, hace pensar que el regreso de la Hammer puede que no sea tan interesante como nos hizo pensar el remake de «Let Me In«: el film de John Pogue es un despropósito chirriante que no se salva ni por unos sustos mil y una veces vistos ni por su estética setentera demasiado clichetera. Otro caso diferente es el de «The Pinkie» y «Seventh Code«, los mediometrajes (o pelis cortas) de, respectivamente, Lisa Takeba y Kiyoshi Kurosawa. Que se emitieran en un único pase fue todo un acierto y, de hecho, verla en continuum acrecentó la sorpresa final de «Seventh Code«, por mucho que no acaben de convencer ni la cara dura de Takeba con sus efectos naïves y estridentes ni el desnortado cine negro de Korosawa. Porque, por cierto, ¿qué cojones es la actuación final de la prota de este último film como si fuera una estrella del j-pop? Qué. Fuerte.