Nuestra primera crónica del Festival de San Sebastían 2014 abarca desde grandes obras como «P’tit Quinquin» o «Mommy» hasta otras algo más reguleras.
[dropcap]¡[/dropcap]Ay, Zinemaldia de nuestra alma y nuestro corazón! Lugar de peregrinación casi obligada para el buen cinéfilo; punto de encuentros, reencuentros y desencuentros con gente buena y gente mejor; semana del sustento nutricional a base de pintxos de tortilla y mostos, de madrugones que duelen un poco menos y de, ay, crónicas escritas con demasiada nocturnidad y demasiada poca alevosía. Vamos con la primera de ellas sobre el Festival de San Sebastián 2014.
Empecemos con uno de los grandes. «Mommy» probablemente constituya la (pen)última vuelta de tuerca de Xavier Dolan al trasunto edípico, aquí amparado en la disfuncionalidad del núcleo familiar mediante el drama del TDAH (trastorno por déficit de atención con hiperactividad). Como una revisión grandilocuente de la minimalista «J’ai Tué Ma Mère» convertida en un grande operone, Dolan firma una obra que crece con la sedimentación, que deja un poso amargo y un buen montón de imágenes y secuencias decididamente trascendentes y trascendentales. Vertebrada en una suerte de triángulo amoroso imposible y donde la pasión no tiene tanto que ver con el poso sexual y sí está más relacionada con la búsqueda del amor y la aceptación, «Mommy» está filmada con una inteligencia a veces devastadora, con un puñado de recursos visuales de inspiración prácticamente lúdica (las emociones abriendo o cerrando el formato) y con al menos tres secuencias que abusan (para bien) de hitos pop, desde el “Wonderwall” de Oasis hasta un “On ne change pas” de Celine Dion cuyo momento en el film bien vale por todo un festival. No soy yo especialmente proclive a destacar la actuación de tal o cual actor, pero en «Mommy» tanto Anne Dorval como, muy especialmente, Suzanne Clément son los dos elementos clave sobre los que se erige la tensión narrativa de la película. Por momentos, el relato son ellas. Brillante y de una intensidad notable, empezar un festival cinematográfico con una obra como «Mommy» sólo nos podía llenar de buenas esperanzas.
Y si «Mommy» se cierra con una de las canciones ya clásicas en el repertorio de Lana Del Rey (no diremos cuál porque sería, de alguna forma, revelar detalles del propio meollo espiritual de la cinta), «La Isla Mínima» casi se cierra con el hit definitivo de Baccara. No obstante, si el uso de la música que hace Xavier Dolan en su obra obedece a un juego identitario y casi simbólico, este “Yes Sir, I can boogie” al final del metraje de la obra de Alberto Rodríguez parece meramente anecdótico, de cara a enfatizar la ubicación geográfica y temporal de la cinta, esa España proto-democrática, esa España de El Caso y el tricornio. «La Isla Mínima«, por tirar del recurso fácil, parece de entrada un «True Detective» marismeño, con dos policías (muy atinados Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo) divergentes en cuanto a talante e ideología y con sus propios demonios personales que exorcizar, a la búsqueda y captura de un asesino en un pequeño pueblo perdido a las orillas del Guadalquivir. La cinta cumple lo que prometía en su estremecedor y maravilloso tráiler, y resulta finalmente un buen thriller, efectivo, funcional, con un opresivo tono ocre y oxidado que todo lo inunda. Va a ser, debería ser, un gran éxito.
François Ozon, cineasta últimamente habitual en Zinemaldia, ha presentado «Une Nouvelle Amie» en loor de multitudes. Como ocurre con todas las cosas, habrá que darle el tiempo necesario para juzgarla de forma justa; y, aunque de entrada, personalmente, prefiero la muy inteligente «En La Casa» o la muy bella «Joven y Bonita«, «Une Nouvelle Amie» vuelve a ser una buena película. Tragicomedia agradabilísima sobre la (re)asunción de roles y, claro, de nuevo, la perpetua búsqueda del amor y la felicidad en sí. Por ponerle alguna evidente pega, es verdad que ocasionalmente cae en el recurso fácil, en el chiste trans de hace treinta años: un gesto amanerado aquí, un esmalte de uñas allá, un pintalabios corrido acullá. Pero no es menos cierto que funciona, que sigue funcionando, para sorpresa de no pocos. Gran partitura de nuevo de Philippe Rombi, creador musical habitual en la obra de Ozon, que aquí ocasionalmente retrotrae a las composiciones de «En La Casa» con esa cuerda potente y vigorosa que alterna con el adagio más íntimo. En resumen, si los resultados anuales del cada vez más prolífico François Ozon van a apuntar tan alto como lo vienen haciendo últimamente, pues nosotros tan contentos.
Menos contentos nos ha dejado Gabe Ibáñez con ese «Autómata» que ha terminado confirmando nuestros peores presagios. La cosa no pintaba excesivamente bien, con ese Antonio Banderas como protagonista adoptando el look Pep Guardiola en una distopía robótica con ínfulas semitrascendentales. Lastimosamente, «Autómata» es todo eso y mucho más. Sci-fi con vocación de serie B grandilocuente, con un guión poroso, y plagada de momentos que se zambullen gozosamente en el ridículo más desvergonzado, como ese mítico baile entre el propio Banderas y un robot femenino o los gritos desesperados del protagonista afirmando que es un ser humano. Se trata de escenas destinadas a formar parte desde ya de la memoria colectiva de la cinefilia amante de la coña marinera, sector que sin duda apreciará igualmente el duelo meta-interpretativo entre Banderas y una resplandeciente (con muchos brillos, vamos) Melanie Griffith. Un moderado zancocho.
Hablar en términos dizque jocosos de una película como «Autómata» no supone ningún trauma, la verdad. El problema viene cuando uno se tiene que enfrentar a una obra del calibre de «P’tit Quinquin» mediante un texto de aproximadamente doscientas palabras. Cualquier cosa que pueda apuntar al respecto de la nueva creación de Bruno Dumont se me antoja injusta, simplista y, desde luego, imprecisa. Pero es que estamos hablando de una obra de un caudal creativo inabarcable, auténtico cine con mayúsculas. Cine que curiosamente viene de la televisión, pues este nuevo trabajo de Dumont presentado en Zinemaldia es la adaptación al formato cinematográfico de los cuatro capítulos que conforman esta mini-serie para la cadena ARTE. De entrada, este Dumont atípico y excepcional se adentra en la comedia a partir de un contexto trágico (una serie de asesinatos en un pequeño pueblo costero), pero el cineasta lleva a su terreno de manera absolutamente magistral todos estos elementos argumentales. Hay en «P’tit Quinquin» tanto cine que asusta recordarlo: la redefinición del slapstick como evolución del síndrome de Tourette; el relato eterno sobre la confusión del bien y del mal a través de la fisicidad errónea y dolorosa; la beatificación gestual de la locura; la ternura más primigenia y el martirio más descabellado. La (nueva) humanidad era esto. Obra maestra sin parangón.
[TEXTO: David Martínez de la Haza + Deborah Moreno]