Más allá de las comparaciones con «Lost», «The Leftovers» es una de las ficciones que mejor retrata la reacción de la humanidad ante un trauma inexplicable.
[dropcap]L[/dropcap]a zanahoria y el caballo. Así acabaron por describir muchos su experiencia con «Lost«: una especie de carrera en la que los creadores de la serie nos obligaron a un sprint infinito impelidos por una recompensa que nunca llegaba pero que cada vez se hacía más y más deseable, más y más apetititosa. Una táctica que al principio fue vibrante, hacia la mitad se volvió extenuante y que, al final, cuando se suponía que debía acabar por ser epifánico, (para algunos) se convirtió en la herramienta idónea a la hora de atacar una serie que, se diga lo que se diga, marcó un hito en la historia de la televisión.
Así las cosas, es normal que «The Leftovers» se pondere como la nueva serie del creador de «Lost«, pese a que los más descarriados siguen pensando que fue cosa de J.J. Abrams en exclusiva y que los más fans siempre supieron que fue algo al alimnón entre Damon Lindelof y Carlton Cuse. Esta no es la nueva serie de Abrams, tampoco la de Cuse (que está un poco missing in action): esta es la nueva serie de Lindelof junto a Tom Perrotta, escritor del libro original en el que se basa «The Leftovers«. Y, sí, no sólo el espectador medio va a contrastar estos diez episodios contra la mítica «Lost«, sino que inlcuso el propio Lindelof parece hacerlo desde el minuto cero del primer capítulo hasta el (deliberadamente) no tan apoteósico grand finale. Esta es una serie que juega continuamente a huir de la grandilocuencia en la forma para ponerla sobre el fondo.
De hecho, el primer episodio se abre como un inmenso y auto-consciente jarro de agua fría, tanto sobre el subidón que esperan los fans del vuelo 815 como sobre el descreimiento de sus detractores: tras un arranque pulcro y excepcionalmente efectivo (en el que vivimos la desaparición súbita del dos por ciento de la población humana a través del metonímico caso de una madre que, absorta en el estrés diario, casi ni advierte la desaparición de su lloroso bebé), durante todo el primer capítulo va creciendo el hype dentro de un espectador que, inevitablemente, piensa que «en los minutos finales va a haber un spin-off gigantesco que nos deje más alucinados que la apertura de la escotilla«… Y, al final, nada. No ocurre nada.
De hecho, en los diez episodios de «The Leftovers» tampoco ocurre (casi) nada. O, al menos, no ocurre dentro de los términos de paradigma sci-fi: no hay grandes giros argumentales, el ritmo no es espídico, las revelaciones se mantienen en un perfil bajo y tampoco hay efectivismos narrativos que nos dejen exhaustos. Lindelof juega el anti-«Lost«, empezando por una forma que se adhiere a un canon de drama cinematográfico clásico donde el espacio mental se utiliza para que el espectador pueda pensar, no para ese contrario en el que la imposibilidad de sopesar con claridad lo que está ocurriendo es lo que provoca la ilusión de excitación. Incluso la música juega aquí un papel clásico, asimilando las enseñanzas de filmes como «Las Horas» en los que la omnipresncia de la banda sonora como palanca para inducir ciertas emociones resulta molesta al principio pero acaba siendo implacable al final. Gran parte de la culpa de esto en «The Leftovers» es de las composiciones de Max Richter igual que en «Las Horas» (por seguir con el mismo ejemplo) lo fue de Philip Glass.
Al fin y al cabo, «The Leftovers» es una serie que hace necesario mucho espacio para pensar. Algunos dirán que es excesivamente esnob y pretenciosa, pero eso no será nada más que otro indicio de que vivimos en un mundo que ha dejado de preocuparse por los grandes temas, un mundo que prefiere olvidar y/o no pensar utilizando el entretenimiento como pastillas para dormir. Pero es que sobre eso diserta precisamente la serie de Lindelof y Perrotta: el primer capítulo no podría ser más elocuente a la hora de desplegar un magistral símil del 11-S, poniéndonos sobre aviso de que esta ficción se mira en el espejo de aquel desastre a la hora de echar el cemento de una estructura que sustente una magistral y subyugante reflexión sobre cómo una sociedad afronta un hecho traumático y aparentemente inexplicable, ya sea en su estrato como comunidad, en su atomización como micro-estructuras familiares o, en última instancia, como individuos.
La forma de cine clásico será lo que primero salte a la vista como característica diferenciadora con «Lost«, pero aquí está lo que verdaderamente las acaba distanciando: en las aventuras y desventuras de los habitantes de La Isla la acción y el misterio prevalecían por encima del retrato psicológico de unos personajes que desde el principio asumían sus roles clicheteros (por mucho que luego los subvirtieran), pero en «The Leftovers» el retrato psicologista aprieta y ahoga a la trama, aniquila la validez de los misterios como esa zanahoria que espolea al caballo. Lindelof y Perrotta prefieren escrutar la psicología dañada de unos personajes que no saben ni pueden encontrar una explicación a lo ocurrido: algunos intentan seguir con sus vidas, otros se empecinan en recordar el trauma los que no desaparecieron (aquí la terminología inglesa es mucho más gráfica: «the departed» vs. » the leftovers«, o «los que partieron» vs. «las sobras«).
Ese es la capa exterior del diálogo digresivo entre dos opuestos que se plantea en «The Leftovers«: los que intentan seguir con sus vidas a duras penas enfrentados a ese Guilty Remnant («Remanente Culpable«) cuyos miembros deciden dejar su antigua vida atrás, dejar de hablar, vestir completamente de blanco y fumar de forma compulsiva. Es una capa superior que oculta sólo a medias el segundo gran discurso de la serie: un discurso que, como toda ficción postmoderna, ataca directamente al hueso de la identidad humana y su problemática. El Guilty Remnant, con su predilección por el blanco, es un lienzo sobre el que el resto de la humanidad vierte los colores atormentados de sus preguntas, de sus dudas. Su opción por el silencio definitivo hace imposibles las respuestas. La profusión de cigarrillos atenta directamente contra una salud y una vida a la que desprecian.
Y así, en oposición a esta especie de secta misteriosa como coro griego totalmente mudo, es como el resto de personajes van definiendo no sólo su propia personalidad global, sino su personalidad post-trauma: ante el policía Kevin Garvey (Justin Theroux) se abre todo un abanico de nuevas cuestiones morales que vienen a dinamitar el concepto clásico de agente de la ley, la madre que perdió a su marido y a dos hijos en el desastre (Carrie Coon) vive su particular pesadilla cuando una impostora roba su identidad en una conferencia, el pastor Matt Jamison (Christopher Eccleston) necesita desesperadamente entender a los nihilistas vestidos de blanco para así poder buscar su salvación…
El trauma (la primera capa) conduce directamente al cuestionamiento de la identidad (segunda capa) y, tras la definición de esta, llega la revelación final (tercera capa) que se fabula en los últimos tres capítulos: puede que los sectarios vestidos de blanco quieran obligar a pensar a un mundo que se obstina en no pensar, en olvidar, en dejarse llevar por el entretenimiento de los desfiles y de las festividades diversas, pero al hacer pensar a algunos de los habitantes de este mundo lo único que consiguen es arrancarles un fundamentalismo tan extremo como el suyo propio. Tras el trauma, el mundo queda dividido entre aquellos que creen tener un propósito superior (el cura que ha de salvar al Guilty Remnant, la madre que encuentra un nuevo hijo, el policía que encuentra un propósito cuya explicación no es vetada) contra aquellos que piensan que el hecho de que unos desaparecieran y otros no, sin explicación cognitiva posible, es una prueba de que ninguno tenemos un propósito superior, de que nuestra existencia es una absurda futilidad en la que no existe un destino ni predeterminado ni de horizontes elevados. Los que creen que vivir no tiene sentido contra los que creen tener un propósito superior, el blanco (de la ataraxia filosófica) contra el negro (de esa fe que tan a menudo se identifica con la religión). La eterna lucha de contrarios.
Ambas posturas han ido definiéndose a lo largo de los diez capítulos, además, en el segundo plano de todo un conjunto de mensajes que han superpoblado los capítulos: los versículos durante la misa, los aforismos pintados en las paredes de los hogares del Guilty Remnant, el cartel exterior de la iglesia, ese mayestático «Stop wasting your breath!» con el que la secta de blanco interrumpe el día memorial en recuerdo los «departed«… ¿Qué podría esperarse de una serie en la que todo un conjunto de personajes sólo pueden expresarse escribiendo en sus libretas si no una sublimación del mensaje escrito? Un conjunto de mensajes escritos y concretos que, de nuevo, establecen una elocuente dialéctica contra su contrario más acérrimo: las metáforas, las imágenes a las que la fe dota de un significado más allá. De este lado caen el muñeco / niño Jesús desaparecido del Portal de Belén o el ciervo que destroza las casas del vecindario porque, como dice Garvey, «se siente acorralado en un medio que no es el suyo«. Pensamientos concretos contra parábolas, palabras objetivas contra imágenes subjetivas. El arma del nihilismo contra el don de la fe.
Estas tres capas de lectura que incitan a dos dialécticas entre contrarios es lo que convierte a «The Leftover» en una de las ficciones definitivas de este siglo 21 que se bautizó con un hecho traumático sin explicación… Pero tampoco hay que olvidar que Lindelof y Perrotta están haciendo una serie, así que también habrá que considerar la producción de la HBO en estos términos y reconocer que, envolviendo esta cebolla de múltiples capas hay un crujiente papel de regalo dispuesto a fascinar a propios y a extraños con las mismas artimañas que ya se utilizaron en «Lost«: el corazón de «The Leftovers» le aleja de aquella ficción, pero hay que reconocer que en la piel hay varias similitudes. Allá también había una lucha de contrarios, de luz contra oscuridad, pero lo que verdaderamente asemeja a ambas producciones es ese gusto por el sci-fi preñado de múltiples enigmas y misterios sobrenaturales.
Al cerrarse el último capítulo de «The Leftovers» puede que tengamos más claro de qué nos ha estado hablando la serie en términos psicológicos y sociológicos, pero la narrativa sigue preñada de misterios sin resolver: ¿quién es Wayne? ¿Qué pasa con toda la trama de la chica oriental y su hijo? ¿Qué hay detrás del Guilty Remnant? ¿Quién es el hombre que mata a los perros? ¿Con quién habla el padre de Kevin? ¿Cuál es el propósito del policía? ¿Cuál es el deseo que le concede Wayne al final de todo? Ahí están las preguntas, y ya se ha confirmado que una segunda temporada ofrecerá una nueva tanda de respuestas. Pero, por una vez, lo que resulta totalmente apasionante en «The Leftovers» es que estos enigmas no son el motor, sino el gancho. El motor aquí es más bien no preguntarse por la zanahoria, sino más bien cuestionar de dónde ha salido este caballo sobre el que viajamos.