Primero lo primero: «La Gigantesca Barba Que Era El Mal» es una de esas entrañables parábolas en las que un entorno cerrado acaba siendo el reflejo de algo mucho más grande. En este caso, Collins sitúa la acción en Aquí, una isla donde todo es ordenado, cuadriculado, pulcro, limpio, educado, correcto… Una isla que, por otra parte, vive de espaldas al mar que le rodea, cuyo límite da paso a Allí, una vasta nada donde reina el desorden, el laberinto, la suciedad, la oscuridad. Las casas de Aquí miran hacia el interior, negando la vista de aquello que prefieren ignorar. Y en una de estas casas vive precisamente Dave, un tipo ordenado, cuadriculado, pulcro, limpio, educado y correcto cuyos días transcurren apacibles entre su afición por dibujar lo que va más allá de su ventana y un trabajo en el que se dedica a presentar ante otros una serie de datos estadísticos que no entiende pero que forman dibujos preciosamente proporcionados y armónicos.
Lo único que perturba la tranquilidad de Dave son precisamente algunos sueños en los que se filtran ominosas figuras de Allí y, además, un pequeño pelo sobre el labio del que no puede deshacerse por mucho que lo intente. Pero, al fin y al cabo, ambas son «situaciones controladas», algo que no debería provocarle mayor preocupación… Si no fuera porque, de un día para el otro, los gráficos que ha de presentar Dave se descontrolan, se convierten en un caos preñado de formas retorcidas propias de Allí y, a continuación, el su pelo empieza a crecer descontroladamente. Primero el pelo, más tarde la barba. Primero en un volumen normal, más tarde desbordando los límites de su cuerpo, al final rompiendo la ventana e invadiendo la isla de Aquí.
Dave sólo puede quedarse quieto, sentado en su salón, dibujando el exterior y observando con frustración cómo su barba crece y crece mientras él escucha «Eternal Flame«… Aquí es donde hay que analizar de cerca la canción de las Bangles: una composición ramplona, simple y aparentemente naif que, sin embargo, sabe cómo encapsular una verdad emocional universal, un panorama sentimental más duro en el fondo de lo que su forma podría hacer pensar. Una cebolla que te seduce para que juegues a ir apartando sus capas de tal forma que, cuando menos te lo esperas, ataca a unos lacrimales que no vas a poder controlar por mucho que lo intentes. Así funciona también «La Gigantesca Barba Que Era El Mal«.
La primera capa de este cómic es el estilo gráfico de Stephen Collins, con el grafito del lápiz desprendiendo pura melancolía y con su capacidad para abordar la página con estructuras inéditas que ayudan a la creación de poesía pura y dura utilizando viñetas en lugar de palabras. Es una capa amable, dulce y que algunos incluso podrán tachar de ñoña. Pero en cuanto empiezas a apartar capas es cuando encuentras el verdadero corazón de esta ficción que, al fin y al cabo, lo que está haciendo es hablar de la tendencia natural de nuestra sociedad actual, tan obsesionada con la corrección política, a intentar ordenar absurdamente la tendencia del mundo entero hacia la entropía pura y dura, hacia el caos, el desorden y la destrucción. En la reacción de la isla de Aquí ante la barba de Dave también hay una crítica implícita hacia las supuestas revoluciones que vamos viviendo como humanidad: seísmos que conmueven a la población pero que sólo son capaces de provocar una ola de pequeños cambios que incluso son fagocitados por la rueda capitalista que los transforma en productos, en eventos conmemorativos, en chapas y en recuerdos lejanos e inocuos.
¿Sigues escuchando «Eternal Flame«? Porque aquí llega mi retruécano final. Aquí llega cuando afirmo que, como la canción de las Bangles, «La Gigantesca Barba Que Era El Mal» te obliga a pensar que una apariencia infinitamente bella puede contener una verdad que te noquee, que te haga llorar, que te haga pensar. ¿No es este juego de capas de significado mucho más efectivo que la opacidad habitual del esnobismo ilustrado?