Lo jodido es que mucho ha llovido desde entonces… Y que, tras la disolución de la pegada X a partir de la tercera entrega de la saga (ya sin Bryan sentado en una silla de director que cedió amablemente a Brett Ratner para dedicarse al cien por cien a su fallido proyecto «Superman Returns«), el mundo parece haber olvidado por completo la aportación de Singer al universo mutante. No es de extrañar: ese mismo mundo ha estado muy ocupado en ponerle la corona al nuevo Rey Midas de la ciencia ficción cinematográfica, ese J.J. Abrams que ha marcado un antes y desués en el sci-fi: tras aportaciones como «Lost» o «Star Trek«, parece ser que toda obra fantasiosa deba alumbrarse como un complejísimo artefacto construído en base a múltiples engranajes que van desvelándose a golpe de twist, epatando al espectador hasta el nivel de la apoplejía y edificando un complicado laberinto de espejos en el que resulta fácil -y delicioso- perderse hasta que el realizador no decide iluminar convenientemente el camino hacia la salida.
Con este paradigma de ciencia ficción funcionando a toda potencia como si no hubiera un mañana (sólo hace falta ver el complicado tinglado que ha montado Marvel en torno a «Los Vengadores» y todas las sagas que se retroalimentan de esta: «Iron-Man«, «Capitán América«, «Thor«, la siempre a punto de ser realizada «Hulk» y la serie «Agents of S.H.I.E.L.D.«), ha sido fácil olvidar que hubo un tiempo en el que el cánon estuvo marcado por el estilo de Bryan Singer. Por suerte, «X-Men: Días del Futuro Pasado» sirve para refrescar la memoria ante la certeza de que otros mundos (lejos de los de Abrams) son posibles… Ante el apabuyamiento extra-sensorial de J.J. y sus acólitos, Singer refresca sus constantes de forma más que elocuente: en esta nueva «X-Men» vuelve a haber una apuesta por la complejidad de los personajes (no hace falta repetir que el tándem Xavier / Magneto es digno de una novela-río en la mejor tradición americana), por un equilibrio perfecto entre la acción que hace avanzar la película en términos físicos y los diálogos interminables que la hacen avanzar en términos metafísicos, por una depuración de las líneas narrativas hasta una claridad cristalina (asusta pensar lo que habría hecho Abrams con un argumento como este, basado en los viajes temporales), por prescindir de rocambolas y trucos para sorprender a un espectador al que se le fuerce siempre a ir dos pasos por detrás del film… Un modelo que no es ni mejor ni peor, pero que puede que sí que sea más honesto.
La historia de «X-Men: Días del Futuro Pasado» daba para el alarde y la hipérbole: Lobezno viaja desde un futuro en el que la guerra entre mutantes y humanos ha llevado al mundo hacia un Apocalipsis mutante hasta unos años 70 en los que debe reunir a unos jovencísimos Xavier y Magneto para que, tocando los resortes adecuados (encarnados en el personaje de Mística / Raven), normalicen ese futuro distópico. Pero Singer opta por un corte clásico a la hora de eliminar lo sobrante, a la hora de estilizar su arma cinematográfica y convertirla en una fascinante balanza entre el cine de personajes y el cine de acción menos epiléptico. A este respecto, hay una escena que es particularmente preclara en lo que respecta a la apuesta de Singer por la calma en tiempos de hiperactividad: la secuencia en la que el tiempo se detiene en el Pentágono y Quicksilver se pone los auriculares para, con cadente parsimonia, recorrer la estancia y recalibrar la situación para que ningún mutante salga herido… Elocuente y fascinante. Y es que, al fin y al cabo, que el director apueste por un cine más clásico no significa que reniegue de la espectacularidad (lo único que ocurre es que la reparte de forma más que inteligente: la escena inicial y el cierre dilatadísimo del film te dejan pegado a la silla como una mancha de sudor) ni de su capacidad para generar imágenes memorables (Magneto transportando el estadio, la muerte de mutantes en manos de unos Centinelas arrebatadoramente escalofriantes…).
Aun así, la mayor constante del cine mutante de Singer no es ninguna de las mencionadas más arriba… Si hay algo que consiguió que la primera «X-Men» fuera recibida con tanto calor fue precisamente su capacidad para labrar un subtexto más que interesante. Por aquel entonces, y siendo el director un homosexual para nada armariado, no era difícil ver en la primera cinta de la saga una parábola sobre los grupos de gente «diferente» oprimida y su lucha por la consecución de una normalidad social y unos derechos plenos. «X-Men: Días del Futuro Pasado» también tiene su subtexto, y no podría ser un subtexto más elocuente en los tiempos que corren. En cierto momento del film, Hank (La Bestia) y Xavier mantienen una conversación en torno a la posibilidad de que toda la gesta de Lobezno no sirva de nada: tal y como afirma el primero, hay cierta teoría científica que explica que, por mucho que alteres la superficie de un río al tirar una piedra que produce pequeñas olas en todas las direcciones, el mismo río corrige su superficie para volver a dirigirse a la dirección prefijada e inalterable. Xavier, sin embargo, se niega a creer las palabras de Hank: ¿tenemos que claudicar ante esa versión oficial que nos han vendido en el que la insostenible situación social en la que vivimos es como el río inalterable al que no le afectan las piedras de cualquier revolución social? ¿O nos ponemos del lado de Xavier, que al final se muestra en lo correcto, a la hora de pensar que las versiones oficiales no tienen nada que hacer cuando se enfrentan a la incombustible esperanza del ser humano por alterar lo -presuntamente- inalterable?