Como preámbulo a sus virtudes, citaré uno de los puntos menos fuertes de la novela: la historia que tiene que contarnos no brilla por su calidad. Realmente tenemos un argumento que hará poco más que despertarnos cierta curiosidad y que se caerá ligeramente en el remate. Pero, ¿sabéis qué? Poco importa. En novelas como esta, la trama es sólo una excusa para poder montar todo un atrezzo maravilloso, justamente como en los circos, donde se nos muestran las sombras de posibles argumentos que den algo de cohesión al conjunto de maravillas asombrosas que la carpa aúna. En este caso se trata de la puesta en escena, de la atmósfera que Pedraza crea para su obra: la manera con la que detalla el modus vivendi circense. En un acto loable, el detallismo y realismo con el que se trata el mundo del circo (su estructura, funcionamiento, conjunto de transacciones, etc.) hace que se vuelva más verosímil consiguiendo, a su vez, que resulte más maravilloso en tanto que se juntan lo aparentemente imposible con lo mundanamente posible.
Esta grandísima virtud divide la novela en dos partes clarísimas: la primera parte dedicada mucho más al mundo del circo; y la segunda, dedicada a retratar el París de época. Aunque bastante interesante, la segunda parte no consigue estar a la altura de la primera, pecando además de centrarse más en la trama (algo totalmente necesario para el desarrollo de la novela pero negativo para la estética y estilo de la misma). El verdadero corazón de la novela es la primera parte: casi cien páginas dedicadas a un viaje a Java donde la narradora, junto a su padre, visitarán una reserva especial de maravillas para circos y espectáculos donde participarán en una subasta de criaturas asombrosas (donde destacará la presencia de un ligre). Este pequeño escenario resulta ideal para que la autora se recree en su habilidad para retratar el mundo del circo y, desde luego, resulta de lo más delicioso e interesante para el lector.
Lo dicho: leer «Lucifer Circus» requiere cierto ejercicio por parte del lector. La capacidad de obviar la trama, entendiéndola como un mecanismo inevitable de la novela; pero saber disfrutar sobre todo de lo que hay más allá, la puesta en escena, la descripción, el retrato circense, ese atrezzo maravilloso.
[Julián Quijano]