Puede que algunos (muchos) espectadores hayan evitado «De Dioses y Hombres» por puro miedo a la contemplación, por temor a quedar encallados en una trama alérgica a la narrativa y adicta a la demora a la hora de retratar los diversos ritos de la vida monacal cristiana. Y también puede que ese miedo esté justificado por cintas como «El Gran Silencio«, capaces de causar la extenuación de los más osados… Pero es que, al fin y al cabo, la propuesta de Xavier Beauvois no tiene nada que ver ni con el cine contemplativo ni con la antinarratividad, por mucho que su punto de partida haga pensar en esas directrices. La historia de la congregación del Monasterio del Atlas en Magreb y su encontronazo trágico contra el terrorismo integrista bien podría dar para siete horas de cánticos, misas y crisis de fé, pero lo sublime de «De Dioses y Hombres» es que consigue perfectamente equilibrar la tensión emocional (mucho más dura si es conducida con guante de hierro que las aparatosas escenas de acción hollywoodienses) con unos ritos religiosos que sirven de punto de fuga.
A este respecto, es imposible no alabar la planificación del espacio de Beauvais de una forma simple y transparente pero tremendamente efectiva, consiguiendo que este espacio sea precisamente el encargado de conducir y descargar la mencionada tensión. Desde el principio de la cinta queda clara la existencia de dos escenarios diferenciados: por un lado queda el monasterio, ese lugar de reclusión y tranquilidad donde los monjes llevan a cabo las estrictas rutinas que conforman su existencia; y, en contraposición, el exterior en general: un exterior que ya en los primeros planos aparece como un espacio a medio camino entre el eterno estado de «en construcción» y la continúa amenaza de la destrucción. El interior es el espacio del reposo, mientras que más allá de las paredes del monasterio la vida magrebí brota con el ruido y la furia habitual en la cultura árabe (otra de las escenas iniciales retrata el jolgorio callejero previo a una circuncisión, con una mezcla sobria de felicidad y brutalidad).
Una vez delimitados los dos escenarios, la tensión va apareciendo cada vez con mayor frecuencia por una doble vía. La primera es la más habitual: Beauvois recurre a la profanación del espacio interno por parte del externo para ir elevando cada vez más los niveles de angustia. Es curioso (pero muy significativo) que el pueblo nunca invada el monasterio más allá de los espacios para ello habilitados (la capilla durante los oficios y la consulta del médico), mientras que los terroristas sólo pagan dos visitas: en la primera se establece un acuerdo de respeto silencioso entre el jefe de la comunidad religiosa y el cabecilla del cuerpo terrorista pero, una vez fuera de juego una de las dos partes de este acuerdo (no diremos aquí cuál de las dos), la segunda visita ya es la que viola por completo la ley de privacidad de la congregación y desata la tragedia. Sorprendemente, en este juego de fichas que pululan de un espacio a otro hay un cuarto agente que es el que Beauvois utiliza para conseguir unas cotas de ansiedad máximas: el ejército, una vez rechazado por el monasterio y con la mosca detrás de la oreja debido a la ayuda que creen que los monjes prestan a los terroristas, son los que trasgreden ese espacio personal con mayor violencia. Primero con una maniobra militar escalofriante y, más tarde, en uno de los puntos álgidos del film, con el sonido de un helicóptero que ensordece los cánticos de unos monjes que, sin embargo, optan por luchas (literalmente) con su propia voz, que es el único arma que tienen.
La segunda herramienta que utiliza Beauvois para moldear la tensión en el transcurso del relato es el puro montaje: de forma paralela a la invasión de unos espacios dentro de otros, el director utiliza el corte entre escenas para dinamitar los intérvalos y conseguir que la contemplación quede ponderada en su duración. Muchas de las escenas de tranquilidad mística se ven cruelmente cercenadas para dar paso a la ruidosa vida exterior, con el sobresalto que eso supone para un espectador que ha de mantenerse en continua alerta. Ahora bien, por todo lo dicho podría parecer que en «De Dioses y Hombres» hay una escisión absoluta entre los dos escenarios antagónicos… Y no puede haber nada más lejos de la realidad. En cierta escena, la convivencia pacíficamente trenzada de los monjes y el pueblo se escenifica con una alegoría bellísima: cuando la comunidad monacal plantea al pueblo que están considerando la huída como salida probable ante la posible tragedia, les comentan que son como un pájaro en una rama, que no sabe si quedarse o echar a volar. Una mujer les corrige: el pueblo es el pájaro, y el monasterio la rama. Sin la rama, el pájaro no tendría dónde apoyarse, dónde descansar.
Pero toda rama es quebradiza, y aunque finalmente los monjes encuentran el camino de vuelta a la fe a través de la rutina, de la liturgia, es inevitable escuchar en ciertos momentos los crujidos de la madera retorciéndose bajo la fuerza exterior. Es el caso, por ejemplo, de la crisis de fe del personaje interpretado por Olivier Rabourdin (quien, a diferencia de Lambert Wilson, huye de la afectación y el amaneramiento a la hora de ponerse en la piel de un ministro de Dios que supura una masculinidad hosca y, por lo tanto, mucho más dramática a la hora de doblegarse ente la duda). Pero, sobre todo, los crujidos son capaces de quebrar el alma del espectador cuando, en la última cena de la congregación, uno de los monjes ameniza la velada con «El Lago de los Cisnes» atronando desde un radiocasette. Mientras la melodía se desarrolla, los habitantes del monasterio, en planos cada vez más cerrados, recerren un arduo camino que arranca en la celebración estética y alegre del momento para pasar a continuación a la aprehensión del drama real que subyace bajo semejante belleza. Y, por último, la aceptación de la tragedia… Un sublime simulacro de toda la película plantado a modo de semilla justo antes de que la violencia ponga el punto y final a «De Dioses y Hombres«.