Con Lily Allen pasan dos cosas que le pasan a todas las pijas que acaban siendo chonis pero que aún se creen que son pijas: o entras en su rollo y te meas de la risa con ellas (no de ellas) o, por el contrario, quieres pegarles una patada en la boca todo el rato. No hay término medio, either you love it or hate it. Si no formas parte de su club o entiendes sus reglas del juego, la cosa te puede parecer una broma y, en ese caso, mejor dejarlo y dedicarle tiempo a otros menesteres. Hubo un tiempo en el que todo el mundo amaba a Lily Allen, a sus modos de choni pija que combinaba aretes de Bijou Brigitte con vestido de domingo y zapatillas deportivas y a su lengua afiladísima. No hace mucho, aunque ahora parezca la Prehistoria. Ella tenía 21 años, era 2006 y MySpace molaba.
La red social de Justin Bieber (que en este país asociamos más a Borja Prieto) sirvió de medio de difusión perfecto y gratuito a un montón de artistas y fue en Gran Bretaña donde las discográficas se pusieron las botas cazando talentos. Lily Allen fue uno de ellos: hija de un actor británico muy conocido, bien situada social y económicamente, pronto despuntó entre el marasmo de artistas jovenzanos que empezaban a utilizar Internet para dar a conocer su trabajo. Y, como el dinero y la clase social no te libran de la edad del pavo, Lily rentabilizó a tope la suya con el disco «Allright, Still» (Parlophone, 2006), una maravilla preñadita de singles que fue número uno en su país durante semanas, un disco fresquito y ligero que se bebía del tirón como una horchata. Tan joven como era, Lily demostró entender a la perfección los mecanismos del pop (intrascendencia, diversión y pegada) e entregó un debut de pop co-jo-nu-do. Luego llegó la fama, fue musa de Chanel (aún lo es), hubo líos de pantalones, un aborto, peleas en Twitter, declaraciones bobas y la cosa se puso seria. Ella se puso seria. Y reflexiva. Y bastante combativa. Y de ahí salió «It’s Not Me, It’s You» (Parlophone, 2009), que no era tan ufano como su primer disco pero que aún tenía un ratio de hits muy elevado y demostraba la gran capacidad de la muchacha para escribir letras que fueran a la vez interesantes y pegadizas, en las que ya no sólo hablaba de chatis y rollos de una noche sino también, y sobre todo, de los problemas de esa fama que siempre ha llevado tan mal.
Desde entonces, Lily ha estado en barbecho musical cinco años. Y mientras ella se dedicaba a sus labores y veía la vida pasar, la industria musical seguía hacia adelante como una locomotora sin frenos. Ahora que ha vuelto, es plenamente consciente de ello. Pero le da igual, ella quiere su corona, y en un maravilloso arrebato ególotra, cuál Daenerys Targaryen que se ha estado rascando el toto al sol mientras las demás se peleaban entre sí, dice que ella quiere ser «Sheezus» (Parlophone, 2014) y reclamar el Trono de Hierro del Pop que un día fue suyo. A manotazos y a base de sus deslenguados parafraseos se quita de enmedio a Lady Gaga, Rihanna, Beyoncé, Katy Perry e incluso a Lorde. «Sheezus» es la primera canción del álbum, la primera en la frente. Y la más inspirada de todo el tracklist. La letra es mordaz y quiere ser provocativa (dice «period» muchas veces, porque la regla es algo que existe, que pasa y que nos pone a todas del revés y hay que recordarlo más), la música una parodia del hip hop comercial, y ella en el vídeo una parodia de sí misma. Y si algo tiene «Sheezus» es la voluntad de reírse de todo, empezando por ella y acabando por los demás. En «Hard Out Here«, que fue el primer single del álbum, se ríe de esa necesidad de encajar a toda costa y de cómo la sociedad castiga a las ovejas negras como ella («Forget your balls and grow a pair of tits, it’s hard out here for a bitch«) y en «Our Time» utiliza una balada de textura dulce y pegadiza para reírse de su propia condición de choni-pija que un día fue el party animal más salvaje de la selva londinense.
Alguien en Twitter acusó a Lily de haberse adocenado, le dijo que sus nuevas canciones sonaban «domesticadas» y que eran, básicamente, basura. Ay, los fans, cómo son. Aunque lo segundo no sea cierto (el disco no es una maravilla que se recordará dentro de veinte años, pero «se deja escuchar«) lo primero sí lo es un poco. Porque los trazos de genialidad mordaz que siempre han caracterizado a la cantante inglesa parecen haberse diluido y, pese a lo que prometía con el título, en «Sheezus» hay más baladas y medios tiempos que reflexionan sobre su nueva vida tranquila que trallazos raperos a lo Kanye West. La ironía, sin embargo, sigue estando presente, como en «Insencerely Yours«, «Close Your Eyes» y «URL Badman«, tres cuchillos de punta roma que atacan a los nuevos modelos femeninos, la industria musical y los trolls de Internet. Musicalmente, «Sheezus» es otro batiburrillo que viene a demostrar la apertura de miras estilística de Lily y no tiene problemas en juguetear con el rap, el pop blandito e incluso el EDM (este último desde una perspectiva más irónica que estética), como si quisiera demostrar que, pese a su retiro familiar, sigue estando al loro de lo que se cuece en los despachos de la industria musical.
Aunque «Sheezus» no es el canto del cisne que hubiera deseado que fuera (personalmente, yo sí comulgo con esta choni-pija de la que soy abiertamente fan) demuestra que, a sus 28 años, Lily Allen aún no está fuera de juego. El Trono de Hierro le pilla lejos pero, conociendo sus timings, ella es como Daenerys o el perro que le dice al hueso «tu eres duro, pero yo no tengo prisa«.