[dropcap]»S[/dropcap]adness is a blessing / Sadness is a pearl / Sadness is my boyfriend / Oh, sadness I’m your girl«. Así de emo se nos ponía Lykke Li en su anterior disco, «Wounded Rhymes» (Atlantic, 2011), en una de las canciones más bonitas y tristes del tracklist y de la vida así, en general.
Ay. Qué tendrá nuestra sueca mora que a todas horas llora que llora por los rincones. Por lo que nos dicen sus dos últimos discos, «un cariño conoció que la trae y que la lleva por el camino del dolor«. Y es que, con sólo 28 años y tres discos a sus espaldas, Lykke se ha convertido en una auténtica historiógrafa del dolor y del abandono amoroso. No fue así al principio. «Youth Novels» (Atlantic, 2008) fue un rayo de sol uoohooh que iluminó nuestras caras en 2007 y nos obligaba a enfocar una Suecia musical en estado de gracia que se recuperaba de la resaca del «Young Folks» de Peter, Bjorn & John, que a su vez fueron también productores del primer trabajo de la sueca. Lykke ahora reniega de él, de su luz, de su calidez y de ese estúpido y entrañable optimismo inherente a aquella juventud que rezumaba y que se enredaba con melodías bailables y arreglos brillantes y de textura frágil. Un desamor le hizo abrazar el Lado Oscuro y lo contó a corazón abierto en «Wounded Rhymes«, donde también dio buena cuenta de sus emociones al respecto de la fama y lo difícil y estresante que resulta tener que apostar a doble o nada continuamente en las cosas del querer. Y ahí sigue. Su nueva entrega se titula «I Never Learn» (Atlantic, 2014) y Lykke, como todos, ha tropezado dos veces con la misma piedra. Amó, se dejó amar y de repente todo salió mal. Nunca aprende. Y sus nuevas canciones tampoco dan señales de que quiera hacerlo.
Si la tristeza es una bendición, la melancolía es un lugar que cuesta abandonar. Es muy fácil dejarse llevar por la adictiva y autocomplaciente sensación de sentarse en el suelo, sentir el frío en las piernas y dejar que los pensamientos se evaporen y viajen hasta un pasado que, en esas circunstancias, siempre suele parecer mejor. Las canciones de Lykke indican que la sueca abraza la tristeza sin miedo y tiene un espacio reservado siempre que la melancolía acecha. Su sonido ha evolucionado a lo largo de los años del pop luminoso de sus primeros días a un esqueleto melódico que ya no se molesta en jugar con los claroscuros. Con «I Never Learn«, Lykke quería hacer un disco de baladas, homenajear a esas canciones de los 80 que se cantaban con el mechero alzado prendiendo llama y la mano agarrando el trozo de camiseta que tapaba el corazón. Tan hiperbólico como intimista. Cuesta creerlo, pero así es.
Si «Wounded Rhymes» se abría con «Youth Knows No Pain«, que servía de statement (juventud, divino tesoro), «I Never Learn» hace lo propio en esta ocasión: balada de guitarra con eco en la lejanía que habla de lágrimas que funden el hielo con «shalalas» muy a lo Mike Oldfield meets Maggie Reilly. Seguir con «No Rest For the Wicked» se puede considerar otra declaración de intenciones. Podría ser el main theme de una película de vikingos y batallas campales: no habrá paz para los sentimentales. Aquellos que decidan amar y ser amados, que sepan que están condenados a sufrir. Y nada mejor para transmitir este mensaje que una torch song que empieza atada a una línea de piano y acaba cabalgando sobre percusiones y mil coros femeninos. Las torch songs son las que marcan el ritmo del corazón de este disco, tanto las que en la forma son espectacularmente dramáticas («Gunshot» se lleva la palma, pero «Never Gonna Love Again» no le va a la zaga ), como las que se valen de un delicado apoyo instrumental para expresarse a caraperro, como la desgarradora «Love Me Like I´m Not Made of Stone«. Pero, claro, donde hubo pop siempre quedarán las brasas, y en este caso el buen hacer poperil de la ninfa sueca enlaza recuerdos con sus primeras composiciones con «Just Like A Dream» y «Heart of Steel«.
Cuando pienso en Lykke Li, con ese aire de lánguidez nórdica, su lacia melena y esa mirada perdida que parece buscarle el fin al horizonte, no puedo evitar pensar en el cuento de «La Sirenita» de Hans Christian Andersen. En el cuento (el de verdad) La Sirenita llega a una encrucijada y tiene que escoger: puede conservar su estado humano si clava una daga en el corazón del Príncipe que la animó a salir del agua (y que no la ha escogido a ella como amante) y bañar sus bonitas piernas en su sangre y con ello no sólo ganar el pasaporte a tierra firme, sino también a una mortalidad que las sirenas desconocen y que ella anhela; o bien aceptar su destino y convertirse en espuma y formar parte de forma irremediable y eterna del mar. La Sirenita, que posee más espiritualidad de la que se imagina, no puede dañar a su amado y se queda con el destino que siempre le perteneció. Lykke Li también está aferrada a ese destino en parte fatal, y en parte inherente a su condición y, aunque hay quien piensa que pronto volveremos a ver su lado luminoso, su carrera nos ha demostrado que es un ser que pertenece a las brumas y la oscuridad y que sus canciones, como La Sirenita, están llamadas a volver a nuestra orilla en un vaivén continuo siempre que caiga el sol sobre nuestras cabezas.