Crocodiles ofrecieron un concierto en Vigo en el que parece ser que las teloneras Be Forest deberían haber lucido a mayor tamaño en el cartel.
[dropcap]L[/dropcap]a configuración del cartel de la velada, cual menú bien cocinado y presentado, ya entraba por los ojos: Be Forest de entrante y Crocodiles de plato principal; el dream-pop de origen italiano de primero y el noise-pop-rock de raíz californiana de segundo. Aunque, finalizado el banquete, quedó en el paladar un fuerte regusto a que los papeles entre ambas bandas se habían intercambiado. Pero ese es un asunto que se desgranará más adelante… Así pues, no hacían falta razones extra, en pleno puente del desvirtuado Día Internacional del Trabajo, para estar convencido de antemano de que merecía la pena acceder a La Fábrica de Chocolate Club de Vigo; un lugar, además, ideal para ambientar en condiciones el despliegue en directo de los dos grupos protagonistas.
A Be Forest les sentaban como anillo al dedo la oscuridad del espacio, las tenues luces que los iluminaban, las limitadas dimensiones del escenario y la proximidad con el público para trasladar sus ensoñadoras piezas con suavidad y pulcra exactitud. Como la de los ritmos que marcaba su baterista, Erica Terenzi, quien, de pie, otorgaba un aura casi tribal al set al tiempo que imponía el compás con una firmeza que contrastaba con el tono etéreo, crepuscular y nebuloso de cada tema. Por su parte, la voz liviana de Costanza Delle Rose añadía candor y delicadeza a un repertorio de intensidad creciente que progresaba entre frágiles acordes y mostraba la cara translúcida y, en ciertas fases, espectral del shoegaze, la misma que enseña su nuevo álbum y motivo de su presencia en la ciudad olívica, “Earthbeat” (We Were Never Being Boring, 2014).
Irremediablemente, los oídos se quedaban atrapados (en el buen sentido del adjetivo) entre los ingrávidos punteos de la guitarra de Nicola Lampredi y las múltiples texturas del sonido envolvente creado por el sintetizador de Lorenzo Baioli, que levantaba paredes sobre las que rebotaban ecos de The xx, Beach House, Wye Oak o los Slowdive más cristalinos. Be Forest, sin embargo, supieron lidiar con esas referencias para, además de rubricar su pericia instrumental -incluso cuando Erica y Nicola intercambiaron sus roles-, reafirmar una personalidad musical cuyo ADN podría acercarlos, sin problema, a ser el futuro fichaje italiano del sello 4AD.
El listón había quedado a una gran altura. Quizá demasiada para que, los teóricos cabezas de cartel de la noche, Crocodiles, la superasen. Y así fue: no la franquearon. Presentados en un formato austero -en consonancia con la personalista manera en que facturaron su último disco hasta la fecha, “Crimes Of Passion” (Frenchkiss, 2013)-, sin refuerzos, con los ritmos (batería y bajo) pregrabados y pertrechados con sus guitarras, Brandon Welchez y Charles Rowell exprimieron a fondo su receta rock plagada de feedback, ruido, distorsión, reverberación, movimientos de trémolo y efectos delay para atacar con energía su cancionero. A veces, tanta que desbordaba. Aunque la pareja de San Diego empezó inclinando su balanza hacia el pop, con trazas garageras en “Neon Jesus” o surferas en su versión del clásico “Jet Boy Jet Girl”. Con todo, cuando se relamía de verdadero gusto era en los tramos en que homenajeaba a The Jesus And Mary Chain (como “I Wanna Kill”), con Welchez retorciéndose ante el micrófono y Rowell -desatado y muy efectista- vaciando todo su torrente eléctrico a través de la seis cuerdas.
La sucesión sin descanso de latigazos sónicos, entre apabullantes y ensordecedores, podía haber creado la sensación de que el concierto de Crocodiles había transcurrido a una velocidad tan elevada que el público ni se percató de que había llegado a su fin antes de lo esperado. Pero la causa era más prosaica y realista: su show no se había hecho corto, sino que lo había sido, directamente. ¿45 minutos de duración? ¿Menos? Seguro… Ni siquiera un pseudo-bis -con la pausa intermedia e innecesaria de rigor-, en el que sólo sonó una desangelada “Summer Of Hate” y lo más llamativo fue observar a Rowell abrir con ansia una cerveza contra la esquina de un bafle, ayudó a aplacar la impresión de que la actuación de los californianos se había quedado a medias, cual coitus interruptus en pleno ascensor. De hecho, la mayor huella que dejó tras de sí fue un molesto zumbido en el oído que duraría varias horas… Por ello, enseguida vino a la cabeza que, esa noche en Vigo, Be Forest habían contraído méritos suficientes para llevarse la medalla de oro y, de paso, ganarse el derecho a que se reescribiera su nombre en el cartel con letras mucho más grandes y brillantes.
[FOTOS: Iria Muíños]