[dropcap]K[/dropcap]elis siempre ha estado ahí que sí, que no, que caiga un chaparrón. Que si ahora soy corista de los Neptunes, que si ahora me hago divorra del r&b con ínfulas mainstream, que si ahora visto como un maniquí de Bershka, que si ahora quiero ser la Reina del P0lígono. Total, un lío. Si Raffaella Carrá le preguntara a la Mujer del Afro Permanente su célebre «Y tú, si fueras una canción, ¿qué canción serías?» (Nota1: leer con acento italiano de Raffella Carrá. Nota 2: si naciste después de 1995, no pillarás la referencia, lo siento), seguramente esta tendría que responder que sería «Still Having Found What I’m Looking For» de U2, porque en lo musical Kelis siempre ha tenido el chocho como la aplicación de mapas del iPhone. Y, en lo personal, por lo que sabemos de su azarosa vida (amoríos, divorcio, cárcel… Lo normal cuando vienes del ghetto del bling), la suya tampoco ha sido una trayectoria en línea recta. Lo único que sabe Kelis con certeza, pero con certeza de la buena, es que le gustan la cocina y todo el tejemaneje social y familiar que se mueve alrededor de la comida y el acto de comer. Por eso se metió en la prestigiosa escuela de cocina Le Cordon Bleu (leer con acento de Eva González en «MasterChef«) y se hizo experta en salsas. Luego le dieron un reality en la tele americana y ahí está ella, siendo el equivalente molón de Samantha Vallejo Nájera al otro lado del Atlántico.
Y, así, desde hace cosa de unos cuantos años ya, a Kelis siempre que vuelves a casa la pillas en la cocina. Hasta que le dio por dejarse fichar por Ninja Tune (cuidadín) y volver a entrar en el estudio a ver qué salía. Llamó a Dave Sitek de TV On The Radio, conocido por saber dar lustre maduro a todo lo que toca, y le dijo «oye, Dave, te hago unos crepes si me produces el disco«; a lo que Dave le preguntó «pero Kelis, chica, a ver, ¿qué quieres hacer?«; y Kelis le respondió «yo que sé, lo que te dé la gana, pero que quede bonico y que venda. ¿Las crepes te gustan de nata o de chocolate? «; y Dave Sitek le advirtió «como quieras, pero piensa que el rollo de David Guetta y Beny Benassi yo no lo toco ni por wifi«; pero ella le dijo «sí, sí, lo que tu digas. Te dejo, que se me queman las croquetas«. Y pim pam. Kelis se recogió el afro y se metió en el estudio, un entorno que no pisaba desde que nos dejara el culo torcido en 2010 con «Flesh Tone» (Interescope, 2010), para cocer un disco con los ingredientes que escogiera Dave, que giraría alrededor de lo que de verdad le da la vida a la cantante (y, para desgracia de los amantes de su anterior disco, no son los autos de choque) y que se titularía, simple y llanamente, «Food» (Ninja Tune, 2014).
Para los que busquen las luces de neón que la cegaron en su anterior trabajo, tenemos malas noticias. Malísimas. Y es que Kelis ya no quiere ser la Emperatriz del Parking de Discoteca. Ella, que fue, sin quererlo, la precursora del EDM comercialón que luego han hecho suyo Britney Spears, Madonna y Katy Perry. «Food» no está cocinado con olla a presión como aquel, sino a un fuego lentito, haciendo «chup chup» durante horas y con un marcado aroma a soul viejuno. Pero viejuno de verdad. O sea, no soul del que hace Solange y que es divertido y fresquito y apetece ponerse un lunes por la mañana, sino soul de tienda de vinilos centroeuropea, que huele a polvo y a sobaco que nunca conoció el desodorante. Qué decepción, oigan. Porque, aunque técnicamente el sexto disco de Kelis suene impecable, tiene menos vida que el Fòrum de enero a mayo. La de Harlem ha cambiado los sintetizadores gordos, los drops de quilo y la máquina de humo por trompetas y violines; el chundachunda de Nuevo Milenio ahora ha mutado en una cosa que va de soul añejo todo el rato y que a ratos también suena a funk («Jerk Ribs«), por momentos quiere hacer baladitas («Breakfast», «Bless the Telephone«), otras le da por tirarse el rollo Morricone seventies puesto de peyote («Fish Fry«, «Change») y, a veces, incluso imita los gorgoritos de Minnie Riperton en un horroroso ejercicio de vergüenza ajena («Cobbler«). Un drama.
Los amantes de lo viejo catarán este disco como un vino caro y dirán que es muy intenso, con aroma a madera, intensidad fuerte y astrigencia áspera, que sabe a barrica y deja en el paladar un regusto a chocolate. Pero su permanencia en boca es corta, muy corta. Porque discos como «Food» los hemos escuchado ochenta mil veces, y revisiones del soul unas cuantas y mucho mejores que esta. Los primeros pasos de Mayer Hawthorne, por ejemplo, que supo coger el soul que le ponía burraco y hacerlo suyo sin traicionar la esencia del género y sonando, si no actual, sí atemporal. El problema de «Food» es que quiere sonar tan a viejo que acaba por sonar a lugar común primero y a hilo musical de club de billares después. Que, al fin y al cabo, en lugar de oler a cocido madrileño, huele a naftalina y a caca de polilla.
Kelis, animal mutante donde los haya, no ha querido repetir el tiro y ha cambiado el fast food por la cocina tradicional, pero con el cambio lo único que ha conseguido es entregar un álbum de esos que «se dejan escuchar», que destaca por nada y cuyas virtudes (puramente técnicas: su voz, la ambientación, su capacidad para replicar el pasado) en pocos meses se perderán como lágrimas en la lluvia. Quizá «Flesh Tone» no fue la Octava Maravilla musical, pero hizo que la viéramos como una visionaria (involuntaria, pero visionaria al fin y al cabo) que no le tenía miedo a lo kitsch ni al extrarradio y que sonaba salvaje y poderosa. Incluso sus anteriores trabajos (como «Tasty» -Arista, 2003- y»Kaleidoscope» -Virgin, 1999-) era divertidos y jugaban a moverse en las fronteras dibujadas por la comercialidad y la modernidad. En «Food«, Kelis suena a domesticada, a señora con delantal y zapatillas de los chinos. La próxima vez que le dé por sacar un disco, si va a seguir por ese camino, mejor que alguien le recomiende que se presente al cásting de «MasterChef«, puesto que parece que la «food» ahora mismo se le da mejor que la música.