Una frase por un lado, la otra por el otro y, en medio, el fértil terruño en el que crece «El Desconocido del Lago«: un film que brota justo a medio camino entre el miedo a entregarse a la vida y la imposibilidad de no hacerlo. Sólo así puede entenderse la posición moral de Franck después de presenciar con sus propios ojos cómo su objeto de deseo, Michel (un Christophe Paou que debería convertirse en icono sexual, aunque sólo fuera por la mirada de feroz avidez sexual que arroja a la cámara la primera vez que Franck le encuentra en los matorrales a punto de perpetrar un bonito beso negro), ahoga bajo el agua al que hasta el momento se ha comportado como su amante y pareja. Lo normal sería tener miedo. Lo habitual sería acudir a la policía. Pero Franck no hace nada de eso: simple y llanamente decide aniquilar la sombra del sufrimiento posible y entregarse por completo a los brazos de ese asesino y objeto de deseo que, al fin y al cabo, acaba siendo más objeto de deseo que asesino.
La presnecia de estas dos fronteras no sólo explican la posición del protagonista, sino que Guiraudie las utiliza también para poner ante el espectador un espejo sólo incómodo para aquel que comprenda que, al fin y al cabo, está viendo reflejada su propia actitud, su propia indolencia moral. En esto hemos acabado, hasta aquí nos ha llevado la sobre-exposición al sexo en la cultura contemporánea: a la insensibilidad, a que absolutamente todo resulte sacrificable y prescindible siempre que ese sacrificio se haga en pos del sexo. Es inevitable que el espectador, como el resto de personajes de «El Desconocido del Lago«, se vea en la difícil tesitura de tener que posicionarse ante el crimen de Michel e incluso ante la decisión de Franck de pasarlo por alto para disfrutar de una relación carnal con el asesino: si decides entrar en el juego de Guiraudie, reírte con su tono de comedia del absurdo, excitarte con su luminosa propuesta visual de lúbricos y apolíneos cuerpos desnudos retozando en el agua o entrelazándose unos con otros, ¿no estás haciendo exactamente lo mismo que Franck?
¿No está Guiraudie poniendo el dedo sobre nuestra propia yaga? Al fin y al cabo, nosotros también podríamos denunciar a Michel, podríamos mirarlo con recelo, pero acabamos haciendo todo lo contrario: preferimos disfrutar de algo así como un amor naciente y, sobre todo, de ese espécimen de intensidad sexual que el director tan bien retrata y que sólo aparece de forma fugaz entre dos cuerpos que acaban de conocerse. Si (la duda, el dolor, el sufrimiento, el peligro) no se expresa(n) en voz alta, no existe(n). No es casual que en el film nadie muestre ningún tipo de recelo al fantasma del Sida: en consecuencia, a nosotros no nos importa un pito como espectadores y puede que incluso ni llegue a pasarse por nuestra cabeza que aquí todo el mundo está follando a pelo. Y, así, escondiendo al elefante en la habitación a base de enterrarlo bajo mantas y mantas de sensualidad y sexualidad gozosas, nos olvidamos de él. Olvidamos que Henri es una bomba de relojería que, finalmente, acaba por explotar y salpicarnos en la cara. No podría haber una mejor imagen para definir el final de «El Desconocido del Lago«: puede que el espectador haya estado esperando todo el rato que Henri explote y nos salpique en la cara con lefa, pero acaba salpicándonos con sangre, haciendo que salga hasta la superficie la intención que Guiraudie ha ostentado desde un buen principio: castigarnos por dejarnos llevar por los vicios de la era de lo über-sexual.
Hay que reconocer, por otra parte, que la jugada del director es magistral, que nos lleva a su terreno gracias a una propuesta visual y estructural pluscuamperfecta. El envoltorio visual de «El Desconocido del Lago» es puro gozo: una sucesión de planos preñadísimos de un sol cegador, de cuerpos desnudos a contraluz, de reflejos brillantes en el agua, de cuerpos uniéndose los unos a los otros entre una vegetación que duele a la vista de tanto verde. Es este un envoltorio visual que, por cierto, no es necesario ser gay para entender y disfrutar: de la misma forma que no se necesitaba ser lesbiana para entender «La Vida de Adele«, la propuesta de Guiraudie resulta bella por sí sola, sin necesidad de operar dentro de los parámetros (nefastamente clicheteros) de la cultura homosexual.
Pero todo gozo tiene sus sombras, y ese es el juego propuesto por el director desde un principio: la película se estructura en base a diferentes jornadas, todas abiertas con el mismo plano (Franck llegando en su coche a la zona de parking cercana al lago, a veces más llena de vehículos y otras veces más vacía). Los primeros días transcurren a pleno sol y, de hecho, no es hasta la tarde en la que el protagonista es testigo del asesinato cuando por fin las sombras empiezan a introducirse en los planos de Guiraudie: a partir de entonces, la presencia de la noche, el caer del sol, se va convirtiendo en algo cada vez más angustiante. Franck no tiene miedo a follar con Michel cuando el sol inunda el lago, pero sí que muestra mayor recelo cuando la tarde se va transformando en noche. La presencia de la noche ya supone la angustia total. Y, de hecho, la noche cerrada sólo llega a filtrarse en el metraje de «El Desconocido del Lago» en dos ocasiones: la jornada del crimen y la víspera al desenlace, cuando el inspector acorrala a Franck y mantienen esa conversación en la que se establecerá uno de los dos polos emocionales del film.
Gozos y sombras, día y noche, miedo a sufrir e imposibilidad de no vivir a plena potencia… «El Desconocido del Lago» nace de múltiples opuestos, de la tensión entre contrarios, de paradojas irresolubles. Como la vida misma. Pero, sobre todo, Guiraudie consigue convertirse en el Pepito Grillo de la nueva obsesión del cine a forzar los límites de la representación sexual: como una versión de Adán y Eva en la que sólo existan dos Adanes, este film advierte del peligro de que todos hayamos mordido hace tiempo la manzana del pecado, provocando nuestra expulsión del Paraíso, y que ni nos hayamos enterado de tan ensimismados que estamos exclamando «¡pero que requetebuena que está la jodida manzana!». El director nos pone un espejo delante y no deberíamos obviar el reflejo que nos arroja: el de una sociedad que, de tanto chuperretear la susodicha manzana, pasa por encima todos los peligros que sobrevuelan a su alrededor. Panem et circenses, que decían antes.