Como un punto medio -y muerto- entre J.G. Ballard (profeta de la nueva carne) y Charles Burns (por lo que tiene de orgánico, podrido y monstruoso), «El Atlas de Ceniza» opta por fragmentar la narración de forma atomizada, sin ningún orden cronológico aparente y, exceptuando un par de casos episódicos sin mayor trascendencia, con conexiones comunmente inexistentes entre los diferentes capítulos, cada uno de ellos protagonizados por personajes diferentes. De esta forma, resulta casi imposible saber cuál es el orden del Apocalipsis de Butler, e incluso parece más correcto hablar de los múltiples Apocalipsis: en estas páginas se suceden sequías, inundaciones, barro y lluvia de todo tipo, desde polvo a grava pasando por cristal, orugas, dientes, tinta, sangre, estiércol e incluso carne. Curiosamente (o no), los capítulos que se refieren a este tipo de lluvias suelen ser brevísimos y preñados de lírica surrealista, actuando de desengrasante del resto de episodios más formalmente narrativos.
Inicialmente, la experiencia de la lectura «El Atlas de Ceniza» puede resultar abrumadora, como caer en medio de la tormenta perfecta sin ningún tipo de salvavidas, sin ningún tipo de amarre: la concatenación de bestias apocalípticas se sucede y resulta complicado establecer un patrón entre unas desgracias y las siguientes. Hacia la mitad del libro, sin embargo, justo cuando sucumbes a la certeza de que aquí no hay ningún patrón estructural, que este es un gigante devastadoramente destuctor pero sin osamenta, también se alza desde el fondo de la lectura otra certeza más poderosa todavía: que lo que une absolutamente todos los Apocalipsis es, ni más ni menos, que la progresiva pérdida de la humanidad por parte de sus participantes. Ante el nuevo paradigma del fin del mundo, a los seres humanos les urge redefinirse para preservar así su propia supervivencia, y el principal punto en común de esta redefinición es el cercenamiento de rasgos humanos como la empatía, el amor o, por encima de todos, la identidad. Abundan en «El Atlas de Ceniza» las relaciones familiares que dejan de serlo: hijos monstruosos que maltratan a una madre que todavía les da de mamar aunque sean adultos, padres e hijos que no muestran pasión hacia la muerte de sus seres queridos…
De hecho, ningún personaje parece tener nombre propio (que es el rasgo final de la individualidad, eso que nos hace únicos y reconocibles): en un Apocalipsis en el que las relaciones humanas pierden todo su sentido, los nombres propios también lo pierden. Hacia la mitad de «El Atlas de Ceniza«, se menciona el nombre del narrador al principio de un capítulo para que, más adelante, ese mismo personaje reconozca que ya no recuerda si se llamaba Richard o algo similar e incluso, a continuación, se aferre a un último vestigio de humanidad al intentar recordar de forma mnemotécnica los nombres de sus hermanos y padres. En uno de los últimos episodios del libro, cuando el linde de lo surreal ha sido superado con creces, otro personaje da a luz a su propio hermano y decide bautizarlo con el nombre de Akvundblassen: cuando las leyes de la Naturaleza han sido superadas (un hombre dando a luz a su propio hermano) y cuando los nombres propios ya no tienen sentido (llevándose por delante la posibilidad de una individualidad parcelaria), el próximo paso es alumbrar una nueva carne con un nombre gutural propio del Nuevo Mundo. La aniquilación final del hombre tal y como lo conocemos o la asimiliación última en un nuevo paradigma apocalíptico cuyas coordenadas (pérdida de la individualidad, de la empatía) son demasiadas parecidas a las de nuestra actualidad.