Al estreno de «Nymphomaniac. Volumen 1«, muchas fueron las voces que apuntaron lo absurdo de criticar lo visto: la cinta que se estrenó el 25 de diciembre de 2013 resultaba ser no sólo la mitad del total de cuatro horas que conformaría la película final, sino que también era una versión censurada por la productora y aprobada por Lars Von Trier (pero mutilada, al fin y al cabo). A día de hoy, y con «Nymphomaniac Volumen 2» en cartelera, sigue resultando casi igual de absurdo intentar escribir una crítica definitiva… Porque, básicamente, esto no es la nueva película de Lars Von Trier. O no lo es todavía. Hace escasos días que la primera parte de la versión sin censurar, la que realmente montó el director, se ha estrenado en el Festival de Berlín, así que cabe pensar que la segunda parte se verá tarde o temprano (siguen habiendo muchos rumores que señalan hacia la ciudad de Cannes) y, lo que es más importante, que en algún momento de este año 2014 incluso podamos abordar la locura de ver de un tirón las cinco horas que componen el «Nymphomaniac» original de Lars Von Trier. Por ahora, sin embargo, juguemos con lo que tenemos sobre la mesa. Que no es poco.
Por lo que se ha podido ver por ahora, «Nymphomaniac» vendría a ser algo así como la revelación final del Lars Von Trier que muchos han intuido en sus anteriores trabajos y que, sobre todo, parece jugar en contra de ese otro Lars Von Trier que muchos han querido rastrear e imponer tradicionalmente en la filmografía del danés: el director deja caer su máscara y utiliza esta película para luchar contra diversas ideas preconcebidas que le atañen directamente. Para empezar, aquí habita el Lars Von Trier que creó el Dogma pero que, a continuación, orinó sobre el cadáver prematuro de un movimiento cinematográfico que, en su caso, nunca pareció mucho más que un punto de partida desde el que alcanzar determinadas cotas fílmicas. Si el Dogma apostaba por la desnudez cinematográfica, por el montaje como esqueleto sin ningún tipo de carne superflua, sorprende ver cómo «Nymphomaniac» hace uso de una postproducción juguetona que incluso se dedica a chapotear en recursos tan videocliperos como la pantalla partida (la utilizada para elevar la polifonia de Bach a una metáfora sexual en la que diferentes amantes componen la melodía perfecta) o la utilización de letras sobreimpresas que refuerzan el impacto de las imágenes (ese par de números Fibonacci que es «3+2» y que hace sonreír al principio pero que, al aliterarse en un eco final, te deja con la sonrisa escarbada incómodamente en los bordes de tus labios). La primera en la frente para los que esperaran a un Lars Von Trier a caraperro.
El humor se filtra por muchos de los poros de «Nymphomaniac«, no sólo por los de la postproducción, a la hora de demostrarnos que Von Trier siempre ha ostentado un ingenio achispado que muchos espectadores se han negado repetidamente a admitir, mucho menos a abrazar. Una vez cruzado el umbral del film (esa impactante primera escena a ritmo de Rammstein en la que Seligman encuentra a Joe en un callejón y la acoge en su propia casa, en su propia cama), la narración se va estructurando en diferentes capítulos cuyos nombres parten de algo tan casual como los elementos que la protagonista va observando en la habitación de su salvador. El primero de esos capítulos parte de la pesca con mosca para ejemplificar las técnicas de seducción de la joven Joe, y ya desde este momento se establece una dinámica dialéctica en la que la protagonista explica su historia con el mismo lenguaje narrativo que los espectadores suelen percibir el cine de Von Trier (oscuro, viciado, vicioso, preñado de sentimiento de culpa, cortante, emocionalmente desbordante), mientras que Seligman va revelando una segunda voz que bien podría considerarse la verdadera voz del realizador (pletórica en un sentido del humor que continuamente quita hierro y gravedad a las historias de la protagonista). ¿Es este tono francamente tronchante una salida de tono en la filmografía del director o más bien un toque de queda a que revisemos sus anteriores películas con un poco más de humor en la mirada?
La lucha de Lars Von Trier contra su propia imagen pública y fílmica continúa en «Nymphomaniac» cuando, además de apostar por la postproducción y por el humor, también decide desmontar esa idea tradicional de que el danés es un aficionado a los enigmas culteranos, a las referencias laberínticas que rozan el esnobismo ilustrado. Hablando en plata: a la mierda con las referencias a las Bacantes de «Anticristo» o con las mil y una teorías apocalípticas de «Melancolía«… El hecho de que la elección de los títulos de cada capítulo surja del puro azar, de la mirada random de Joe sobre los objetos de la habitación de Seligman, ya debería ponernos sobre la pista de que el director nos advierte que no busquemos explicaciones enrevesadas ni elevadas: a veces, la mejor explicación es la más simple. En esta lucha, sin embargo, Lars parece poner sus palabras en la boca de Joe y no en la de Seligman. Él es el encargado de buscarle resonancias y referencias culteranas a los relatos de la protagonista (la pesca con mosca, el tritono del diablo, la ramera de Babilonia y la ilustre ninfómana Mesalina…), mientras que ella se dedica continuamente a ridiculizar los intentos de Seligman de llevar el relato hacia algo más de lo que realmente es, poniéndole a su historia la única carga de peso que debe sustentar: la realidad. Parte de la fascinación implícita en la experiencia de «Nymphomaniac» nace precisamente en el choque entre ambas visiones, con perlas tan impagables y autoconscientes como el momento en el que Joe le achaca a Seligman haber verbalizado una de sus metáforas más pobres (la de los nudos) o, sobre todo, esa revelación absoluta en la que él detiene el discurso de su invitada para indicar lo poco creíble que es y ella, simple y llanamente, establece las reglas del juego: si quieres entrar y disfrutar, vas a tener que creer, vas a tener que hacer un acto de fe. ¿Cuántas veces no se ha dicho lo mismo de films como «Rompiendo Las Olas» o «Bailar en la Oscuridad«?
La frontera final de «Nymphomaniac«, por otra parte, no es sólo este juego en el que el director contraviene las ideas tradicionales que sobre él han circulado, sino que también está en la voluntad de dejar en paños menores la impresión general que todos nos quisimos hacer en cuanto supimos que Lars Von Trier estaba dirigiendo una película pseudo-pornográfica: lo que nos íbamos a encontrar (o lo que queríamos encontrarnos) era una cinta que nos cortara la respiración a base de sexo truculento y emociones gélidas y afiladas. Por el contrario, no sería descabellado afirmar que «Nymphomaniac» es una de las películas menos eróticas que se han podido ver en la historia del cine. Von Trier juega continuamente a dinamitar el erotismo de su propia cinta (y, ojo, que esto no es lo mismo que hace Seligman: el personaje quita hierro a las historias de Joe haciéndolas brillar más todavía en su supuesto erotismo, mientras que el director lo que hace es bombardear estrepitosamente la posibilidad remota de que el espectador salgo del cine mínimamente excitado). El trío con los negros acaba siendo entre cómico e incómoco, el sadomasoquismo queda lejos de la sensibilidad erótica del ciudadano medio (y, por si acaso, este capítulo se hace más insostenible al ir trenzado al abandono del hogar de Joe)… El erotismo sólo parece posible al principio de la historia, en esa magnífica escena de la carrera de polvos en el tren, cuando todavía es posible la inocencia. A partir de ahí, el sexo de Lars Von Trier es tan sólo un impulsor del relato, nunca su maquillaje para hacerlo más apetecible.
Y es que, al fin y al cabo, «Nymphomaniac» no es la película erótica de Lars Von Trier… Es, más bien, la película en la que el director escrutina de forma más autoconsciente la naturaleza de sus relatos: es una deconstrucción perversa del oficio de cuentacuentos (y, en consonancia, de cineasta). Durante todo el metraje, el espectador es zarandeado entre la postura de Joe y la de Seligman, entre la de ambos y la del propio director. El estado de dulce perplejidad es continuo y, bajo semejante influjo, no es de extrañar que los dos minutos finales del film sean recibidos como un mazazo en la frente, como un navajazo en el bajo vientre: el cuentacuentos te ha hecho creer durante un buen rato que la inclusión en el relato de la voz de Seligman estaba ahí para darle cargas de realidad a la visión tremendista de Joe… Pero esos dos últimos minutos te ponen delante de los ojos (o más bien en los oídos, porque el final queda en un delicioso fuera de escena) el hecho de que la realidad siempre ha sido otra: Seligman nunca quiso quitar hierro a ningún asunto, sino que lo único que pretendió en todo momento era demostrar la «normalidad» de la desviación de Joe y, en última instancia, aprovecharse de ella. Seligman no es la refutación definitiva del machismo historico, no es la esperanza de un hombre asexual que luche por la normalización de la sexualidad femenina: Seligman es, al fin y al cabo, otro ejemplar más de depredador masculino. Nada más. Nada menos. De ahí que ese acto de redención final confiera más fuerza todavía a una imagen que hemos visto escasos momentos antes: el árbol-alma que Joe encuentra, abraza y asimila como un reflejo de su propia imagen. Como un roble retorcido por la acción del viento en la desnuda cumbre de una montaña rocosa que, por mucho que la primavera (o las palabras de un interlocutor falsamente amable) pretenda disfrazar con hojas de colores, siempre seguirá siendo un roble retorcido.