Con febrero ya descorchado, tradicionalmente esta suele ser la época en la que todos empezamos a hacer la cuenta de la abuela para determinar a qué festival o festivales musicales asistiremos: el encaje de bolillos suele tener en cuenta factores tan diversos como los económicos (¿cuánto podemos gastarnos?), geográficos (¿hasta dónde estamos dispuestos a movernos?) y, sobre todo, artísticos (ya sé que es una pregunta casi retórica y, sobre todo, ampliamente subjetiva, pero: ¿quién tiene el mejor cartel?). Y es que en febrero la mayor parte de festivales ya han puesto, si no toda, gran parte de la carne sobre sus asadores respectivos… Ahora bien, este mes de febrero del 2014 está siendo un poco extraño. ¿Alguien más lo han notado en el ambiente? No sé cómo lo llevan vuestros amigos pero, en mi caso, la excitación que en otras temporadas burbujeaba en las conversaciones al hablar de los festivales musicales ha mutado en algo así como un estado prematuro de desidia. Por poner un ejemplo: ante el line-up que el Primavera Sound 2014 presentó hace escasos días, he escuchado muchas voces que coinciden en «pues ya lo he visto todo«. Y eso no es buena señal.
¿Será la crisis que nos convierte en seres tendentes al sobre-análisis? ¿O será la erosión que hemos ido acumulando año tras año al vivir los festivales musicales como si no hubiera un mañana? Si me tomo a mi como cobaya de laboratorio y empiezo a investigar a partir de mi propia experiencia, resulta que así, como quien no quiere la cosa, llevo casi veinte años asistiendo a festivales musicales. Al principio me hacía ilusión ver lo último, esa banda que estaba cambiando el mundo en el aquí y ahora, pero pronto llegó la era de la sobre-información virtual y el impacto de un único grupo parecía que nunca llegaría al nivel de los alcanzados en los 90. Ya no hay bandas que cambien el mundo aquí y ahora. Con el siglo XXI a pleno pulmón, parece improbable que podamos ver hornadas con superávit de bandas de éxito tan masivo como Portishead, Blur, Björk, Pulp, Massive Attack, The Chemical Brothers… Puede que, en la última década, la única formación que haya conseguido algo similar (calar en el imaginario musical masivo partiendo de unos presupuestos más o menos indies) haya sido Arcade Fire.
¿Qué hacer entonces cuando eres un festival y parece que ya no hay bandas nuevas capaces de mover a masas rollo Fuenteovejuna (ya sabes: todos a una)? La tendencia quedó al descubierto hace unos años: era el momento de las reuniones, de sacar a los dinosaurios a pasear… Y, oye, todos encantados. Tocaba saldar ciertas cuentas pendientes y poder catar en directo a gente como Neil Young, Lou Reed, Tom Waits, Leonard Cohen o reuniones como las de Roxy Music y Pixies. Por poner ejemplos masivos, claro. Por suerte, y gracias a los diferentes festivales de nuestro país, pudimos saldar todas estas cuentas y quedarnos anchos como un ocho. Pero esto nos lleva a la situación actual, en la que la experiencia se ha ido solidificando alrededor de nuestra alma melómana a forma de armadura y, ahora, cuando esos mismos festivales nos lanzan su artillería pesada para atraer nuestra atención, lo mejor que podemos hacer es decir cosas como «pues ya lo he visto todo«. Será verdad. Y lo más preocupante es que no es algo generacional, porque juro y perjuro que he escuchado este comentario en gente que ronda los 25 años.
¿Tan de vuelta estamos de todo? Y si lo estamos, ¿cuál es la próxima frontera a conquistar? Aquí hay varias posibilidades. Una es, precisamente, que se inviertan las prioridades y que lo geográfico acabe imponiéndose sobre lo artístico: si ya lo hemos visto todo, ¿cuántos serán los que decidan verlo de nuevo pero en un entorno experiencial completamente distinto? Hablando en plata: ¿por qué quedarte en Barcelona si puedes irte a Croacia y ver lo mismo pero viviendo una experiencia totalmente nueva? Este cambio de paradigma, sin embargo, puede que encuentre problemas para medrar en un estado general de alerta económica. Así que puede que, al fin y al cabo, se acabe imponiendo la ley del péndulo que parece que empieza a alejarse de la experiencia masiva festivalera. Hace unos días, me soprendía que una marca como Sony apostara por un mini-festival como el BCN Live! y, sobre todo, que hiciera bandera del hecho de que es un evento para no más de 1500 personas. ¿Significa esto que el público vuelve a priorizar la experiencia en salas pequeñas, en aforos pequeños, en propuestas íntimas?
Imposible realizar cualquier tipo de augurio y sentir que estás acertando en tu apuesta. Este mundillo es tan imprevisible que quién sabe lo que molará mañana. Eso sí, el eterno divagar que me ha llevado hasta este punto y final me obliga a reflexionar sobre otro hecho igual de interesante: al realizar la recopilación de los mejores conciertos del 2013 (tanto desde Fantastic Plastic Mag como desde los propios lectores), choca ver que casi todos ellos formaron parte de festivales. La primera reacción es simplista y obliga a preguntar: ¿ya no vamos a salas de conciertos? Repito que esta pregunta es simplista, y cualquiera que se conformara con esta idea (que si los conciertos son caros, que para qué pagar por un concierto cuando puedes pagar por cien a la vez…) estaría pasando por alto algo que también está ocurriendo y que convierte la situación en algo mucho más ambiguo: está claro que, cada año, los mejores conciertos van a ser los de los artistas consagrados. Estos artistas, sin embargo, priorizan actuar en festivales que pagan bien y que, en muchas ocasiones, incluyen en su contrato cláusulas de exclusividad que hacen imposible un gira (anterior o posterior) por salas. Además, también cabe preguntar: ¿si ya has visto a Nick Cave en un festival, por qué vas a volver a gastarte el dinero para verlo unos pocos meses después? Las circunstancias se acumulan y emerge un resultado final algo devastador: no es que los buenos conciertos sólo los veamos en festivales, es que «exclusivamente» podemos verlos en estos eventos. ¿Es este otro motivo para estar de vuelta de todo?