Parece que ya casi ni nos acordamos, pero el 21 de marzo de 1999 fue el día en que todo se jodió un poco más. Aquel día en el que, contra todo pronóstico, aquella olvidada estupidez de «Shakespeare in Love» se llevó el Oscar, la Academia de Hollywood creó su propia Doctrina Parot y nos arrastró un poco a todos con ella. Con toneladas de promoción y unos ingredientes muy concretos, los Weinstein, ese agujero negro del cine comercial americano de hoy en día, establecieron definitivamente (no lo inventaron del todo ellos, claro) los parámetros exactos de la película-de-Oscar. El Oscar como género cinematográfico, como principio, medio y fin último de una creación supuestamente artística: querer el Oscar, guiarse por el Oscar, pensar única y exclusivamente en el Oscar. Ahí empezó un largo rosario de películas muertas, películas zombis sin alma que se mantienen en pie y caminan penosamente en dirección al Dolby Theatre un domingo del mes de marzo. El día en que Kate Winslet ganó por «The Reader» el premio que Ricky Gervais había predicho años antes en un gag de la serie «Extras» («Haz una del Holocausto, Winslet, para ganar tienes que hacer una del Holocausto«), el círculo se cerró grotesca y definitivamente, y ahora un sector del cine estadounidense de majors deambula penosamente dentro de él… Premios zombis para películas zombis llenas de actores zombis.
Hay una cosa que agradecerle a «Agosto«, y es el hecho de que al menos tenga la decencia de no engañar a nadie: la película empieza con (glups) una voz en off y, a continuación, Meryl Streep bajando unas escaleras con mucha intensidad, teniendo mucho cáncer y gritando muchas cosas porque, demonios, es Meryl Streep y tiene cáncer. Claro que, igual que se le agradece esa sinceridad inicial, como espectador uno le puede reprochar que no le prepara del todo para lo que se le viene encima: porque esto, amigos, no sólo es «El show de Meryl«. Eso nos lo podíamos esperar, eso lo podíamos incluso llevar con dignidad. No, es el show de Todos. De to-dos. Meryl Streep quiere un Oscar, sí, pero es que Julia Roberts también. Y Ewan McGregor también, y Margo Martindale también. Tal es el delirio de esta película que hasta Juliette Lewis quiere un Oscar, algo que ya sólo te puedes tomar a cachondeo. Y entonces ocurre lo que tiene que ocurrir: que empieza una agotadora sucesión de momentos de lucimiento para cada uno, donde constantemente se dicen cosas muy profundas y muy trascendentes, poniendo muchos gestitos y pasando invariablemente por poner en algún momento las manos en posición madrastra de Blancanieves (ellas) o mohínes de dolor profundo y no expresado (ellos). El director ni está ni se le espera, así que, como papá no está en casa, los niños han montado una fiesta y nosotros tenemos que ser ese vecino aguafiestas que, cuando dan las tantas de la mañana, vamos a pedir que por favor alguien apague esa música y nos deje un poco en paz.
«Agosto» es sencillamente agotadora porque no sólo quiere ser muy profunda: es que además quiere serlo YA. Los dramas se suceden a toda velocidad hasta tal punto que si uno apenas tiene tiempo de digerir el que está viendo, difícil lo va a tener para creerse el siguiente. No es profundo, intenso y desgarrador que Julia Roberts se lance contra su madre en la mesa: es apresurado, es poco creíble y, a la postre, ridículo. Puede tener sentido dentro de los códigos del teatro (recordemos: distintos medios, distintos lenguajes) y en una función de cuatro horas pero, planteado así, parece que sólo persigue que el académico ponga la crucecita antes de apagar el DVD porque le ha entrado el sueño, y el resultado es una serie de interpretaciones inconexas donde cada uno hace la guerra por su lado y parece además (otra vuelta de tuerca) preocupado no sólo por ganar su Oscar, sino por que no lo gane su compañero (insisto: ¿de verdad hay un director aquí?). Este supuesto acercamiento al gótico sureño por la vía de la extrema realidad implosiona reventado por su propia desmesura, convertido en un pornográfico «Sálvame Deluxe» cinematográfico que debería proyectarse con los mensajes en directo de sus espectadores («¡Dale, zorra!», «Ay, qué bien está Meryl aquí») para ser de verdad coherente y honesto consigo mismo.
Hay una serie de reflexiones lúcidas, oportunas y bastante interesantes en «Agosto«. Tratan sobre la familia, las relaciones humanas, la mierda que puede llegar a acumular un ser humano en su interior y la extraña y peligrosísima violencia en estado latente que genera, una bomba de relojería de imprevisibles consecuencias y efectos potencialmente devastadores. Pero todas esas ideas son virtudes de un texto que queda lejísimos de la película creada a partir de él, sepultadas por una infinidad de irritantes árboles que no dejan ver el bosque porque, de alguna manera, se las han apañado para sustituirlo. Puede haber momentos potentes (el coche que se detiene en medio del campo), pero quedan ahogados en medio de un océano de tics del peor Tennessee Williams subrayados, subrayados y subrayados hasta el agotamiento. Una película que tiene que decirnos 317 veces el mucho calor que hace tiene un problema. Lo peor es que, cuando toca digerir sus estomagantes excesos, el problema lo tenemos nosotros.