No todos los días tienes la oportunidad de estar ahí desde el principio… ¿Quién no hubiera deseado estar presente desde el minuto cero en la carrera de un autor que luego ha resultado ser determinante no sólo para la música en sí, sino para tu propia historia personal? Sobre todo, porque si estás desde el principio, cuando el artista en cuestión ve cómo su fama agigantada le lleva a festivales y recintos más masivos, puedes permitirte el lujo de servirle a tus amigos una bandejita bien cargada de fardonismo al afirmar que tú lo viste en aquella sala diminuta, a escasos centímetros, y que tal intensidad ha acabado por idealizarse más todavía por lo que tenía de íntimo. Este tipo de emoción es la que se palpaba en el aire el pasado jueves 16 de enero al salir de la actuación de Dorian Wood en el dulcemente minúsculo Heliogàbal barcelonés.
Se mascaba en el ambiente: desde el instante en el que entrabas en la sala y te la encontrabas totalmente abarrotada, era inevitable pensar que pocas veces un nuevo nombre causa tanto revuelo en nuestro país. En días anteriores, la pregunta «¿irás a ver a Dorian Wood?» flotaba sobre la Ciudad Condal o, por lo menos, a mi me lo preguntaron varias personas. Suma dos más dos y podrás entender la expectación ante el directo de esta fuerza de la naturaleza que llegaba desde L.A. acompañado por la leyenda urbana de ser también un monstruo de la performance. He de reconocer que, sabiendo que Wood había trabajado junto a Marina Abramovic, esperaba que su actuación en el Heliogàbal fuera de una fisicidad feroz, que trasgrediera directamente el velo que suele separar al artista del público y que incluso nos incomodara con su desbordante presencia… Pero para lo que no estaba preparado era para la intensidad que realmente nos ofreció el autor de «Rattle Rattle«.
Porque, al fin y al cabo, la intensidad emocional acaba calando mucho más hondo que el hecho de que un tipo medio desnudo y sudoroso se lanzara sobre el público (que es lo que muchos podrían haber esperado). Eso no ocurrió. Pero, sí, Dorian Wood traspasó el velo que separa artistas y público, pero no lo hizo rasgándolo, sino pasando ingrávido a través de él como un espectro de luz dispuesto a derramarse sobre todos los asistentes. Contrabajo, batería y una segunda voz femenina que también tocó el acordeón eran la única compañía del torrente de voz de Wood, quien también bordaba el piano eléctrico. Hubo otra presencia en la sala que ayudó a multiplicar el calado emocional de la propuesta de los músicos: el silencio sepulcral por parte de un público que no necesitó esforzarse para mostrarse respetuoso, ya que la única salida ante la entrega íntima de la propuesta de Dorian no dejaba otra salida que la de sentirse parte involucrada en lo que allá estaba pasando.
Cayeron la mayor parte de los temas de su último disco, «Rattle Rattle«, que no necesitó para nada ese coro de 46 voces ni la multinstrumentalidad galopante de la grabación para alcanzar sus mismas cotas de intensidad: el concierto arrancó con los temas más ambientales, con largas codas en forma de brumas preñadas de sombras que iban arropando a los asistentes como olas blancas bajo las cuales todo suena diferente. Pronto, sin embargo, la actuación alcanzó cotas de intensidad tabernaria como las del ya iconico «La Cara Infinita» o de hipnóticos cantos de sirena como los de «Glassellalia«. Incluso se atrevieron con temas de discos anteriores que, pese a resultar menos conocidos, no rompieron para nada el hechizo que estaba siendo invocado en el Heliogàbal. Puede que, en ocasiones, a Wood se le fuera la mano al forzar una voz pendenciera a lo Tom Waits, algo que quedaba en evidencia contra la naturalidad arrebatadora de su registro tan Nick Cave. Aun así, cualquier tipo de crítica se quedaba con los pantalones bajados al llegar al grand finale a modo de bis, cuando los músicos abandonaron a Dorian a su suerte en una canción en solitario donde voz y piano competían mano a mano por marcar el mayor pico de intensidad en su particular gráfica sismográfica.
¿El resultado? Primero, conseguir que el puntero que traza el gráfico sobre esta gráfica sismográfica acabara a tres metros de la máquina, fuera de la hoja. Y, segundo, clavarse en la memoria emocional de todos los asistentes… Sabemos que, a partir de aquí, Dorian Wood puede hacerse inmenso. Sabemos que la próxima vez lo veremos en un recinto mucho más grande. Sabemos que podremos fardar de haberlo catado en una sala tan especial como el Heliogàbal. Sabemos que, cuando todo esto ocurra, podremos decirlo bien alto y claro: «Nosotros estuvimos allá desde el principio«. A esto se le llama ser unos privilegiados.
[FOTOS: Carlos Taberna]