«¿Qué estás haciendo?» En uno de los momentos clave de esta película, su protagonista (fantástico Oscar Isaac, al que ninguno recordábamos de «Ágora» porque, en realidad, ninguno recordamos «Ágora«) lee en plena crisis ese mensaje sentado en un retrete cochambroso. Aturdimiento, nihilismo y angustia vital en la taza del váter: ni siquiera un pequeño momento de gloria reflexiva le van a permitir los Coen a su personaje, ni siquiera ahí va a haber paz para un malvado que, por otra parte, ni pide paz ni tampoco es realmente malvado. El colmo de la mediocridad.
«A propósito de Llewyn Davis» es una película sobre un perdedor, pero no es otra más. No ensalza a ese perdedor, no lo adula, no lo reviste de una nobleza que lo haga secretamente grande y, por descontado, no lo redime. Nada más lejos. De hecho, se divierte puteándolo, haciéndoselas pasar canutas desde una distancia que si algo consigue es aumentar el desprecio. Esa distancia, que hábilmente se transmite al espectador y que este adopta casi sin darse cuenta, no le niega humanidad a Llewyn, no le convierte en una caricatura ni mucho menos en alguien cuyo destino no nos importe: lo que hace es dejarnos disfrutar del sádico festín de su caída desde una posición privilegiada de primera fila, bajando al nivel de su mediocridad para contemplarla sin filtros, a ras de suelo. Desde la distancia, pero al mismo nivel.
El reto, pues, es inmenso: una historia de mediocridad contada desde la mediocridad sin que esta se acabe apropiando de la película. Joel y Ethan son valientes, pero tampoco temerarios: saben que no hay forma de enfrentarse a esto y querer quedar bien con todo el mundo. Y la libertad que esa consciencia le da al relato, aun a costa de dejar fuera a un buen número de espectadores, es prodigiosa. «A propósito de Llewyn Davis» no tiene la menor intención de epatar a nadie, pero sí es a su modo admirablemente suicida: una película voluntaria e inevitablemente hermética, conscientemente encerrada en sí misma porque no puede ser de otra manera. Como en «Un tipo serio» o «Barton Fink«, no es que se quiera escapar de las masas, es que este simplemente no es negociado para ellas.
A un número mayor de espectadores quizá les habría interesado «un retrato de los inicios del folk». Desde las alturas de Dylan o los infiernos de Sugar Man, eso da lo mismo, pero teniendo algo a lo que agarrarse. La cuestión aquí es, si no opuesta, radicalmente diferente, ya que los hermanos Coen buscan en las dobleces, en los momentos que no son definitorios de nada ni relevantes para nadie. Ni el rock’n’roll ni el folk, ni los 50 ni los 60, ni una escena ni la otra. Esta es una historia de ángulos muertos donde el desdichado Davis tiene la desgracia de estar entre medias de miles de cosas, de estar precisamente en la ciudad donde siempre ocurre todo en uno de los pocos momentos donde no ocurre absolutamente nada. Ni siquiera estamos seguros de saber si es un genio fuera de lugar o habría acabado siendo uno más de haber estado en el momento adecuado.
Si tiene la suerte de caer en gracia, «A propósito de Llewyn Davis» no gusta, sino que más bien fascina. Y eso, ya desde una hipnótica primera escena que en realidad no es más que un tipo cantando frente a un micrófono sobre fondo negro, deja con la boca abierta. Fascina su estructura pseudocircular construida sobre la nada de una trama totalmente ausente; fascinan los momentos de gloria que sirven valores seguros como John Goodman o F. Murray Abraham, pero también advenedizas como Carey Mulligan; y fascina, desde luego, su tono, el de una película tristísima, oscura, llena de una derrotista melancolía que, sin embargo, renuncia a hundirse en la negrura por la vía de un sanísimo cinismo y de un inclasificable e involuntario humor.
Es obvio que no es casual que ese gato se llame Ulises. Los Coen vuelven a mirar a «La Odisea«, pero esta es una odisea pesadillesca a lo «¡Jo, qué noche!» camino a ninguna parte, donde nada tiene el menor valor y todo es un continuo macguffin de la nada más absoluta. Cuesta saber si es una pequeña obra maestra involuntaria o plenamente consciente, pero el caso es que lo es. Acaba (o no acaba) y de nuevo se forman nubes negras y vuelve a quedar en el aire ese inquietante «¿Qué estás haciendo?«