Partamos de un absoluto: mientras que «Drive» era una exploración del tiempo cinematográfico (es decir, del tempo), «Sólo Dios Perdona» es más bien una exploración del espacio. Y aunque no me gustaría ser reduccionista a este respecto, parece natural que la concepción argumental más clásica anide de forma más instintiva en una exploración temporal que en una espacial: el propio paradigma griego (presentación / nudo / desenlace) está determinado por unos parámetros temporales que indican evolución, mientras que el espacio parece sugerir un anclaje en un momento único en el que es difícil hacer evolucionar trama alguna. Repito que no pretendo ser reduccionista y que, más que probablemente, si Nicolas Winding Refn hubiera decidido ensamblar y forzar un argumento dentro de este laberinto en forma exploración espacial en presente absoluto, ahora mismo estaríamos hablando de «Sólo Dios Perdona» como una obra cinematográfica incontestablemente revolucionaria. Pero eso es algo que está lejos de las pretensiones del director…
Al poco de que el film eche a andar queda bien claro que el argumento no es una de las prioridades de Winding Refn: es evidente que aquí existe un mínimo hilo argumental en el que un tipo occidental llamado Julian (un Ryan Gosling más hierático de lo habitual) se ve arrastrado hacia una trama de venganzas cruzadas en la que el honor de su familia (su hermano fue asesinado después de que, a su vez, este violara y asesinara a una niña; mientras que la madre de Julian, Crystal -una esplendorosa Kristin Scott Thomas que hace suyo el sorprendente registro de madre coraje a lo white trash-, llega a Bangkok dispuesta a espolear a su único hijo vivo contra los responsables de la muerte de su otro vástago) se ve enfrentado al estrictísimo sentido del honor de los propios tailandeses (de ahí el título del film, que ya deja bien claro que aquí nadie va a perdonar ninguno de los ultrajes contra el honor de unos o de otros). Pero este hilo argumental mínimo queda atrapado en un ámbar que lo congela en el tiempo y lo alarga durante una hora y media en la que la anti-narratividad se apodera por completo de escenas como las de los policías en el karaoke o el eterno deambular de Julian por escenarios en los que un sentir barroco orientalista aniquila por completo la tridimensionalidad de los planos.
Es este uno de los recursos más bellos de «Sólo Dios Perdona«: la exploración de un espacio trampantojo en el que nada es lo que parece, ni la profundidad de campo ni un cromatismo variado que siempre queda sometido ante colores dominantes (especialmente el rojo y el azul). La decoración recargada y laberíntica de los espacios que habita Julian (el dojo con las pintadas negras sobre rojo, el prostíbulo recargado con lámparas de cristal y blondas de múltiples capas, la sobreabundancia de neones que vapulean los tonos naturales y les arrebatan la capacidad de delimitar el espacio) no son más que la plasmación física de un estado mental de desorientación estática, de no encontrar la salida ante esta situación de cruz de navajas. Y, sobre todo, Nicolas Winding Refn consigue que su propuesta estética desoriente incluso al propio espectador: en ocasiones, es difícil saber si lo que estás viendo en una pared es un espejo que refleja lo que hay detrás de la cámara (detrás del espectador) o una puerta que lleva a otra estancia. La mayor parte de los escenarios escogidos por el director para poner en escena esta «Sólo Dios Perdona» podrían haberse convertido en la apología definitiva al mise en abyme y, sin embargo, prefiere especularse en forma de delicioso laberinto de espejos, de casa encantada en la que lo único que puedes hacer es que esperar a que todo gire para ver si ese movimiento te da las claves para entender lo que tienes a tu alrededor.
Esta aniquilación del tiempo dentro de un espacio sobrecargado también parece operar en otra dirección referencial puramente cinematográfica: la escasa actividad dentro este film de no-acción es una magistral congelación de las constantes de cierto cine oriental que va desde el hard-boiled chino hasta las artes marciales tailandesas que tienen en «Ong Bak» su mejor exponente. En «Sólo Dios Perdona» existe una única pelea (en la que desde el principio sabemos quién será el vencedor y que, por lo tanto, está vaciada de todo tipo de tensión dramática) y, como es habitual en el cine de Winding Refn, la violencia salpica la pantalla tan solo en ráfagas cortas e impactantes. Pero, si en este homenaje al cine oriental no hay ni peleas ni (casi) violencia, ¿dónde esta la referencia? En los ambientes suspendidos en el tiempo, en la perserverancia testaruda de la cámara en unos planos en los que no pasa nada y que bien podrían haber sido extraídos de algún film oriental sobre el que se ha pulsado el botón de pausa.
En este vacío de acción, en esta supremacía de los ambientes viciados, en este laberinto visual, en esta desorientación vital y emocional… Es aquí donde nace la tensión intrínseca a «Sólo Dios Perdona«, una tensión desasosegante y visceral que otros films subscritos al superávit habitual en el cine de acción son incapaces de rozar incluso. Esta sí que es la pretensión de Nicolas Winding Refn en «Sólo Dios Perdona«: olvidarse del argumento y optar por un cine de sensaciones que embargue, abrume y supere al espectador. Y lo cierto es que, en tiempos de «Gravity» (y sin desmerecer al film de Cuarón), impresiona ver que para impactar sobre la superficie del sistema nervioso del espectador no hacen falta gafas de 3D.