Las chicas de campo eran fuertes y valientes. Estaban hechas de otra pasta. Especialmente si vivían en el campo irlandés de los años 50. Lejos de Dublín, el paisaje es tan bello como duro y ser mujer conllevaba el doble de problemas: tener que crecer y madurar y tener que lidiar, al mismo tiempo, con una sociedad implacable y dura con sus féminas. Edna O’Brien supo retratar como nadie lo que significaba ser mujer en estas circunstancias en su primera novela, «Las Chicas de Campo«, que le valió para hacerse con el título de «Gran dama viva de las letras irlandesas«. Y no es un logro baladí, ya que con esta primera novela (que ahora publica en nuestro país Errata Naturae), O’Brien consiguió crear un montón de personajes que han perdurado en el inconsciente colectivo irlandés por su encanto, belleza y la fuerza con la que se enfrentaban en un entorno totalmente hostil. A través de los ojos y los recuerdos de su protagonista, Cathleen, «Las Chicas de Campo» retrata ese duro modus vivendi en el que no sólo había que ser fuerte, también inteligente y hábil en las relaciones sociales y relata el trayecto vital de su protagonista desde la severa campiña irlandesa hasta sus años de independencia tan deseada en la gran ciudad, una bella historia sin crueldad ni ironías innecesarias que habla de cómo un par de adolescentes de provincias se las apañan para crecer como personas y al mismo tiempo como mujeres, que en aquellos años no era cualquier cosa.
Los que lo han leído dicen que «Las Chicas de Campo» es de esos libros que tienen una lectura fácil pero un olvido difícil; que su historia, pese a su sencillez y su falta de pretensiones, consigue dejar una profunda huella en el lector, lo que confirma que O’Brien consiguió dar con una de esas novelas que hacen historia y una de esas historias que acompañará a muchos más allá del momento en el que cierren el libro por última vez.