Es casi inevitable hacer el chiste, así que me lo van a permitir: «Gravity» viene caída del cielo. En tiempos de récords negativos de taquilla, de recaudaciones decepcionantes una tras otra, de salas que cierran, de productores, directores y exhibidores que se dedican a otra cosa porque no aguantan más, de ministros que hacen leña del árbol caído y se ríen en la cara de lo que debería ser una industria más de un país en quiebra económica y moral, «Gravity» aparece, se aparece, como un milagro. El cine como espectáculo, el cine como evento, el cine como necesidad cultural y social: para tener tema de conversación esta semana en la oficina el requisito no es haber visto determinado reality o acudido a determinado concierto, es haber ido a un cine. ¡Un cine! Sí, ya saben, esos lugares con butacas donde proyectan una película al fondo. Una vez escuché a Garci (porque a eso hemos llegado, a tener que citar a Garci) decir «No sé qué me gusta más: si el cine, los cines o ir al cine«. Y estos días hay gente que está recuperando las dos últimas, gente que, pese a sus reticencias, se está poniendo las dichosas gafitas 3D, se está desplazando a una sala más lejana para ver una película en condiciones y, qué demonios, está pagando alegremente por ver algo con Sandra Bullock. No me digan que esto del cine no es maravilloso: el día que definitivamente se nos vaya al carajo todos lo vamos a echar mucho de menos. Quién sabe, quizá hasta los ministros.
El reclamo de «Gravity» es, claro, eminentemente visual (jamás un guión ha provocado colas ni ha subido las ventas del cubo extragrande de palomitas) y ahí es donde uno puede estar seguro de que su dinero está bien invertido: si algún insensato acude albergando algún tipo de duda, esa prodigiosa primera escena las disipará por completo. Porque al menos la primera mitad de la película es una experiencia (esa es la palabra: experiencia) fascinante; algo abrumadora, un tanto inabarcable, pero sobre todo fascinante. Alfonso Cuarón parte con la ventaja (también el reto) de tener que explicar a sus espectadores una sensación que nunca experimentarán (pero les interesa) y un lugar que jamás visitarán (pero les encantaría). Eso llena a la película de limitaciones y, a la vez, le abre un enorme abanico de posibilidades (las que tiene de engañarnos, que son muchas) y de esa contradictoria dialéctica nace un apabullante vals ingrávido que es probablemente de lo más asombroso que uno haya visto nunca. Quedan desde luego justificados cinco largos años de interminable y complicadísima producción y, si alguno habla por ahí de «ejercicio de egolatría cuaroniana» (cualquier película podría ser reducida a ese calificativo al respecto de su autor), en este caso demos gracias especialmente de que lo merezca.
Queda por aclarar, eso sí, que la magnitud de una obra que entra por los ojos no llega de la misma manera al resto de sentidos. La película avanza y no acaba de quedar claro si el guión que firman padre e hijo no quiere, no sabe o no puede estar a la altura, si han llegado desde arriba órdenes de limar aristas (el juguete, a fin de cuentas, ha costado mucho dinero) o si, por haches o por bes, esto es lo que hay y lo que tenía que haber. Decepciona el trazo grueso de la aventura emocional de la doctora Stone, que todo acabe reducido a un manido viaje hacia la redención, que las pocas palabras que utiliza esta película estén dedicadas a un insistente subrayado que no molesta tanto por obvio como por innecesario. Cuarón ya lo cuenta todo con su cámara, apenas necesita un breve vistazo alrededor para dictar sentencia. La vida, la muerte, la basura que rodea la Tierra y el soltarse cuando es necesario: todo está ya ahí antes de meter con calzador unas chirriantes lágrimas tridimensionales que hacen desear que, bueno, ojalá todo fuera más «Moon» (Duncan Jones, 2009) y menos «Misión a Marte» (Brian de Palma, 2000).
Pero por suerte, nada de eso importa. Ni siquiera Sandra Bullock importa. Importa la experiencia, importa el cine, los cines e ir al cine. «Gravity» puede estar bien, mal o regular y eso no cambia la necesidad absoluta de acudir a verla, de abrir la boca y de agarrarse fuerte a la butaca como si uno también estuviese intentando abrir una escotilla. De vivirla, disfrutarla y discutirla mucho después. Importa, repitan conmigo, el cine. A ver si después de todo no va a estar muerto, el muy hijo de puta.