Cojamos el «Total Eclipse of the Heart» porque me da un poco la gana y porque me viene al pelo para demostrar una cosa: la teatralidad con la que Bonnie Tyler llevaba hasta el extremo un baladón con castañuelas incluidas, el acting vocal al nivel del Actor’s Studio a medio camino entre actriz de «El Fantasma de la Ópera» y aplicante para protagonista de «El Guardaespaldas«, todo esto era algo que sólo podía ocurrir en los 80. Era otra época. Ahora cojamos el «Hold On» de Wilson Phillips porque me vuelve a dar un poco la gana y porque me parece increíble que nadie hable de estas tipas cuando se trata de HAIM: dejando a un lado una de las producciones más cheesy de la historia, hay que reconocer que el trenzado de las tres voces no sólo era la antípoda del virtuosismo insulso de la era «Factor X«, sino que también hacía apología de una ñoñería que vendría a anticipar la melancolía sufriente de la generación «Dawson Crece«. Eran principios de los 90. Era otra época. Y, por último, cojamos «The Chain» porque me da la gana, porque es muy probablemente mi canción preferida de sus compositores y porque en algún momento teníamos que empezar a hablar de Fleetwood Mac en esta crítica: allá destaca la percusión magistral como expresión directa del malrollismo parejil pero, sobre todo, destaca una interpretación en las voces en la que puedes sentir la bilis en la garganta de quienes cantan, de quienes despotrican contra esa pareja que prometió que nunca rompería la cadena y al final ha demostrado que su promesa era oro del que cagó el moro. Pero, de nuevo, era 1977 cuando Fleetwood Mac publicaba su «Rumours» (Warner, 1977). Repetimos: otra época.
Definitivamente, los 70, los 80 y principios de los 90 fueron otras épocas. Ni mejores ni peores. Simplemente fueron tiempos musicales en los que el grunge todavía no había irrumpido en la industria imponiendo la apatía como el máximo común denominador no sólo para cualquier banda que pretendiera medrar en el mercado manteniendo su halo de hipsteria, sino también para cualquier fan que pretendiera ser medianemente cool a ojos de unos congéneres que nunca le perdonarían el sentimentalismo. Antes muerto que sentirlo. Se impuso la parálisis facial y expresar el supuesto angst juvenil a través del «todo nos parece una mierda», incluso mover un dedo para que todo deja de ser una mierda. ¿Qué perdimos por el camino? Siento decir esto, pero por el camino del indie perdimos gran parte del corazón: desde entonces, en cualquier momento en el que el pop se deslizara peligrosamente hacia las emociones expresadas de forma abierta, incluso teatral, sería vapuleado e incomprendido (con raras avis como Pulp, vale). Y aquí es donde entran HAIM. Resumen en tres líneas para los recién llegados (si es que existen a estas alturas): las hermanas Este, Danielle y Alana Haim empezaron a tocar junto a sus padres bajo el nombre de Rockinhaim hasta que, en cierto momento, decidieron pasar un poco de sus progenitores y lanzarse a la emancipación absoluta bajo el nombre de HAIM. El resto es historia: lanzaron un hit incontestable como «Forever«, al que siguieron otros temazos como «Don’t Save Me» o «Falling«. Y por el camino incluso se encargarían de reclutar a Dash Hutton, que es el hombretón a la batería que nos jode la poesía cada vez que queremos hablar de HAIM como el trío de hermanas definitivo (porque, básicamente, el tipo es un hombre y no tiene ningún vínculo familiar con las niñas).
Pero a lo que íbamos: lo cierto es que bien podemos pasarnos horas buscando en las canciones del debut en largo de HAIM, «Days Are Gone» (Columbia, 2013), los rastros de otras mil bandas y grupos de finales de los 70, los 80 y principios de los 90. Están ahí y son bien claros. Y, además, no voy a empezar a hablar de Fleetwood Mac porque, si lo hago, no paro. Pero es que lo que hace que este álbum apunte directamente hacia la mencionada época no son ni sus influencias musicales ni sus referencias directas e indirectas: lo que nos transporta directamente al soft-rock setentero, al R&B protonoventero, el pop-rock radiable ochentero, en definitiva a aquellos tiempos pasados (que para algunos fueron peor, para muchos fueron mejor) es la amplia paleta de emociones que desprenden todas y cada una de las canciones de «Days Are Gone«… Y ahora entro en terreno personal, pero es que es darle al play en la primera canción de este disco y empezar a sufrir como Geno: me paso los once temas con el ceño fruncido como una niñata de quince años a la que han dejado por primera vez, moviendo los hombros como si fuera una corista de Michael Jackson y meneando la cabeza de un lado a otro siguiendo el ritmo de la música y de mi propio sufrimiento. ¿Estoy repitiendo mucho la palabra sufrimiento? Que conste que no es un sufrimiento a lo Lars Von Trier, sino más bien a lo «My So Called Life«. Es muy probable que si un grungero me viera mientras escucho «Days Are Gone» se ahogara en su propio y abundante vómito. Pero así son las cosas.
También es cierto que la estructura del debut de HAIM no podía ser más temperada… Se abre con un trío de viejas conocidas: «Falling» inaugura el disco con su ya más que reconocible pulsación de corazón roto que es incapaz de distinguir entre la sístole y la diástole, el estribillo pluscuamperfecto de «Forever» (y sus guitarras y su percusión y sus palmas y ese tramo de suspensión in crescendo hacia la tensión de la tormenta que está por estallar) te obliga a pensar lo buena terapia catárquica que hubiera sido en tu adolescencia y «The Wire» pone el acento sobre el rollito soft-rock dejando claro que, por el hecho de que HAIM sean tres chicas (y un maromo), no se van a pasar el rato lloriqueando. Sus canciones nunca las va a mostrar como el sexo débil, sino como el sexo que es capaz de cogerte por las pelotas y hacértelo pasar mal mientras te canturrean al oído con una sonrisa (en sus labios, no en los tuyos). Las primeras novedades de «Days Are Gone» no defraudan: «If I Could Change Your Mind» es un clásico instantáneo para cualquier fan de las hermanas y, sobre todo, es la banda sonora ideal para bailar solo en tu habitación con la puerta cerrada a cal y canto (¿cuánto hace que no te permites ese lujazo?); por su parte, «Honey & I» te deja saborear lo que debió saborear toda una generación cuando escucharon por primera vez a Fleetwood Mac (ya había dicho que saldrían mucho en este texto, ¿no?). El chicle-pop rosado de «Don’t Save Me«, otra vieja conocida, sirve de puente en medio del disco hacia parajes desconocidos: la titular «Days Are Gone» (compuesta al alimón con Jessie Ware) se lanza de cabeza hacia el R&B de principios de los 90 pero obviando la producción barata y apostando por una subida de tempo genial a la hora de propinar electroshocks a un género demasiado tendente al letargo. «My Song 5«, posiblemente la gran sorpresa del álbum, muestra la cara más malota de las hermanas, que aquí incluso se atreven a unos sintes fardones y con un pitcheado de sus voces. «Go Slow» sólo puede escucharse sintiendo una gratitud eterna: gracias, hermanísimas, por no dejar esta arma de destrucción masiva contra los lacrimales de la humanidad en manos de alguna petarda que la hubiera convertido en un baladón del montón. La percusión primigenia y las guitarras áridas de «Let Me Go» te obligan a desear haber crecido chupando conciertos de stadyum rock y AOR bien entendido de la manita de tu padre hasta que, un buen día, este se decidiera a comprarte la primera cerveza. Y, para acabar, «Running If You Call My Name» viene a demostrar que lo de Wilson Philips se podría haber hecho bien. Sólo era cuestión de gastarse un mínimo de dinero en la producción, tías.
Lo sé: el repaso canción a canción de un disco debería ser algo que estuviera penado por ley en el periodismo musical. Pero es que, en este caso, resulta totalmente pertinente para hacer entender a quien lee que la experiencia de «Days Are Gone» es intensa en su atomización canción a canción, pero que resulta más intensa todavía si tenemos en cuenta el debut de HAIM como un conjunto que viene a reclamar el derecho a poner las emociones en el primer plano de la música. No hablo de emociones de (falsa) rabia generacional. No hablo de escapismo electrónico individualista ni de hedonismo housero en el que sólo acabas sintiendo viva tu entrepierna. No hablo del postureo del yo contra el mundo del hip-hop. No hablo de la huída hacia delante del post-rock. Todas estas son emociones muy válidas. Cada loco con su tema. Pero yo agradezco que HAIM me den la posibilidad de volver a emocionarme como cuando tenía quince años: envolviéndome en la falacia ilusoria de que mi vida es un melodrama musical, de que existe una canción para convertir cualquier momento de mi existencia en toda una odisea sentimental. Si voy por los pasillos del metro y suena «My Song 5» me entran ganas de actuar como un sociópata y gritarle a los que pasan como si ellos tuvieran la culpa de lo que me pasa (y lo que es más preocupante: como si me pasara algo de verdad). Si escucho «Days Are Gone» mientras viajo en el bus, de pronto me apetece romper una ventana y cantar a los transeúntes mientras los pasajeros hacen alguna coreografía extremadamente gay a mis espaldas. Y si «If I Could Change Your Mind» salta en el reproductor de mi portátil mientras estoy sentado en el sofá con mi pareja, me siento muy tentado de joderle la tarde convirtiendo el momento en un videoclip en el que a él le tocaría interpretar al amante impasible (como si le quedara otra opción, sin saber de dónde le vienen las hostias) y yo fuera una especie de Glenn Medeiros que va alternando la bronca a dos milimetros de su cara con otros planos en los que cantase delante del mar bravío contra las piedras de un rompeolas. Gracias, HAIM. Hacía siglos que no me sentía así.