Cuando el final llega así de esa manera, uno no se da ni cuenta. Última crónica del Festival de Cine de San Sebastián 2013, que cerrará este fin de semana su 61ª Edición con un palmarés del que de momento sólo hay incógnitas. Echando la vista atrás, se queda uno con la sensación de que eventos como este merecen infinitamente la pena, por mucho que a veces la calidad de las cintas mostradas sea desigual (ojo, que va sin guiños a cierta firma de ropa muy presente este año en Zinemaldia). Aquí llega uno con el ánimo henchido y con las mejores intenciones para escudriñar minuciosamente entre el vastísimo plantel de propuestas cinematográficas y poder separar el grano de la paja, determinar los gozos y las sombras, el tormento y el éxtasis. Esperamos haberlo conseguido dentro de lo posible.
En San Sebastián hemos vivido gustosamente auténticas maratones cinematográficas día sí, día también, ocasionalmente bien acompañados por colegas que se toman su trabajo muy en serio, un trabajo casi nunca remunerado pero casi siempre hecho con buen gusto, dedicación y delicadeza desde plataformas tales como blogs o webs fuera de los circuitos estándar, por así decirlo. Primos hermanos en espíritu, que responden justamente frunciendo el ceño y afilando la lengua al ninguneo a su labor ejercido por parte de cierta pluma vetusta, la gerontocrítica.
La juventud en marcha viene empujando fuerte. Y quien les habla, que ya tiene una edad, sólo puede ser sincero consigo mismo y darles toda su parte de razón. Y es que uno aún puede azuzarse recordando aquello que cantaba el maestro entre maestros, el viejo Julio:
“Caballo te dan sabana porque está viejo y cansao / pero no se dan ni cuenta que un corazón amarrao / cuando le sueltan la rienda es caballo desbocao”.
Y ahora, con ustedes, las películas.
Sorpresa muy positiva en el acercamiento de Jia Zhang-Ke a la violencia desprovista de aspavientos en «A Touch Of Sin«, la pieza galardonada con el mejor guión en Cannes. Conformada por cuatro historias sin aparente conexión, las cuales quedan articuladas de forma irregular o, si se quiere, algo arbitraria, la cinta brilla por encima de la media gracias a su finísima y ágil dirección durante la mayoría de metraje, extenso (su duración se acerca a las dos horas y media) pero nunca farragoso. En la última obra del cineasta chino, cargada por cierto de una potente simbología (el tigre y la serpiente; el teatro tradicional; los templos budistas), Zhang-Ke dibuja un extenso mural que se acerca al relato casi costumbrista / naturalista de la sociedad en su país y los males que la acechan, valiéndose como excusa de estas cuatro historias de finales catárticos (las tres primeras impecables; la cuarta, a mi entender, prescindible). En ellas llama poderosamente la atención la aparente absolución del acceso violento de los protagonistas de los tres primeros relatos, mientras que el último de ellos parece expiar los pecados (esos “sins” extraídos del título original) del resto de personajes. “A Touch Of Sin” es una de las Perlas de este Zinemaldia que más unanimidad ha despertado en la crítica en cuanto a su aprobación.
En cierta manera emparentada con la obra de Zhang-Ke, llegaba una de las cintas más esperadas del festival. También premiada en Cannes y también con la violencia como eje central narrativo, la mexicana “Heli” de Amat Escalante, ha generado más división de opiniones que la antes reseñada “A Touch Of Sin”. “Heli” narra la historia de un joven y su familia que se ven inmersos de lleno y de forma casi azarosa en la violencia más brutal y terrible sometida por las bandas relacionadas con la droga en México, pero el poder de la cinta de Escalante va más allá de su hilo argumental. Es más, incluso puede ponerse en duda la conveniencia en las formas de enseñar toda esa crudeza que acompaña el relato, ya que Escalante, en vez de dejarla fuera de campo, obliga al espectador a asomarse a ella sin entretelas, de manera voyeurística y casi cercana a la parodia mórbida (el plano sostenido de tres decapitados en un noticiero televisivo suena a distopia no tan lejana), produciendo algo cercano al horror vacui. Lo que a mi me convence de “Heli” son sus segmentos de composición brillante y de estilización paradigmática. La suma de la violencia extremada e incómoda, sucia, unida a la glorificación del paisaje y a su virtuosismo compositivo no conduce a una obra maestra, pero sí a una más que apreciable película, un auténtico potro de rabia miel.
Si alguien me dice hace veinte años que el autor de «El Liquidador» iba a firmar una obra del talante de «Devil’s Knot«, le hubiera tomado por un chiflado. Entiendo que cineastas que han demostrado sobradamente su categoría (y en Atom Egoyan tenemos varios ejemplos de ello, especialmente en el período que abarca desde la mencionada «El Liquidador» hasta «El Viaje de Felicia”, que incluye por supuesto las intachables «Exotica» y “El Dulce Porvenir”) puedan tener sus altos y bajos, pero lo del director de ascendencia armenia empieza a parecerse a un declive irresoluble. Egoyan y sus guionistas convierten lo que habría podido ser un estudio sobre la culpa, el terror y los secretos de un pequeño pueblo de la América sureña y profunda, en un thriller judicial del montón, tirando a trillado y desaprovechando un reparto que podía haber dado bastante más de si (no vamos a descubrir ahora a Reese Witherspoon o a Colin Firth) en lo que respecta al desarrollo de personajes. Tras un inicio que abre las puertas a la esperanza (con esos planos picados adentrándose en el bosque donde ocurre el asesinato de los tres niños como preludio de un análisis del horror que, en realidad, nunca va a llegar), el film se torna opaco, obtuso, clichetero y torpe. Yo que sé, si esto llega a estrenarse, quédense en casa o váyanse a Casablanca, pero ahórrense esta flojita pieza de inconexo cine anti-autoral.
Como una “Philadelphia” envuelta en la bandera tejana de la estrella solitaria, que convirtiera al abogado que interpretaba Tom Hanks en un descastado electricista homófobo, obsesionado con los rodeos y con vocación final de dealer fronterizo, la nueva película de Jean-Marc Vallée, “Dallas Buyers Club”, se nutre de la historia real de Ron Woodrof para retratar la irrupción del SIDA en Norteamérica, esta vez desde los márgenes de la sociedad. Vallée narra con pulso dramático firme la oscilante reconversión moral del protagonista, declarado enfermo terminal al diagnóstico, que decide tomar la vía del tratamiento alternativo. Aunque su compañero de reparto, un irreconocible Jared Leto, está igualmente magnífico como Rayon, transexual fanático de Marc Bolan, el que ya se está llevando todos los parabienes (y que previsiblemente acabarán transformándose en premios durante los próximos meses) es Matthew McConaughey, que regala una de esas interpretaciones extremas que dejan boquiabierta a la platea. Escalofriante sería un adjetivo adecuado con el que calificar la actuación de McConaughey, que resulta aún más sobrecogedora por su transformación física (el actor ha adelgazado más de 20 Kg. para interpretar a un caquéctico Woodrof), aunque sin perder la calidez y humanidad necesarias en este tipo de papeles para poder llegar al gran público. Ante estos elementos, la película funciona como un artefacto dramático perfectamente engrasado, aderezado con tenues momentos de comedia para dar cierto respiro a la trama. Irreprochable.