Bill Callahan tiene un particularísimo sentido del humor… Una de las primeras noticias que tuvimos de «Dream River» (Drag City, 2013) fue precisamente que desde su discográfica anunciaron alegremente que este era iba a ser el disco más sensual de Callahan hasta la fecha: el artista se enclaustró en Cacophony (Texas) para grabar un disco con la sensualidad a flor de piel. Y lo cierto es que, escuchando su último álbum hasta la fecha, se hace difícil discernir qué considera este hombre como «sensualidad»: en mi opinión, Gainsbourg tenía muy claro este concepto y, sobre todo, tenía claro cómo aplicarlo a la música. Pero, por el contrario, la única justificación sensual que puedo encontrar en «Dream River» es que, efectivamente, es un disco mucho menos agresivo contra quien escucha que, por ejemplo, su anterior «Apocalypse» (Drag City, 2011) o que los primeros trabajos que entregó bajo el nombre de Smog. En resumidas cuentas: es más fácil mojar el churro si le pones a alguien un disco repleto de canciones amables como este «Dream River» que si haces lo propio con «Dongs of Sevotion» (Drag City, 2000). Y no precisamente porque este sea un disco sensual… Sino más bien, y aquí acabamos ya con la broma, porque es un trabajo delicado, que abraza el romanticismo. O, al menos, una versión de lo que el romanticismo podría ser para un anacoreta como Callahan.
La discografía reciente de Bill Callahan le ha valido un puesto de honor entre los poetas más aficionados a la contemplación de una naturaleza boscosa y de tonos verdes y marrones que, en su caso, siempre parece estar poblada por águilas y caballos. Ya había dado la voz de alarma, sin embargo, en algunas de las canciones de sus últimos discos: en «Riding for the Feeling«, de «Apocalypse«, te partía el alma por la mitad poniendo el acento sobre el «feeling» más que sobre el «riding«; y en la insuperable «Too Many Birds«, incluida en «Sometimes I Wish We Were An Eagle» (Drag City, 2009), era capaz de romperte el corazón en mil pedazos gracias a esa construcción palabra a palabra de una de sus frases más míticas. Ya sabes: «If you could only stop your heartbeat for one heartbeat» (si has sentido un escalofrío al leer esta frase, sabrás de lo que estoy hablando). Aun así, y por mucho que las pistas estuvieran dispersas en sus anteriores entregas, parecía imposible e incluso insensato esperar que Callahan se lanzara dulcemente hacia los brazos del romanticismo después de la colección de canciones abrasivas y desérticas que resultó ser «Apocalypse«. Si hasta el momento se imponía hablar del artista como poeta contra o ante la naturaleza, en soledad desdeñosa con o contra la humanidad, ahora sorprende cómo de las canciones de «Dream River» se desprende un lirismo si no parejil, sí totalmente empático hacia otra persona. Una pareja. Un amigo. La huminadad persona a persona. Qué más da.
El cambio desde el anterior disco se hace efectivo desde la propia forma: la producción seca y cortante de «Apocalypse«, casi esquelética, da paso en «Dream River» a una colección de melodías algodonosas y mullidas, confortables y cálidas. Gran parte de la culpa de este cambio habrá que achacarla a la limitación que se impuso el mismo Callahan: minimizar las percusiones más allá de las que se puedan hacer con las manos o con los sticks de madera que suelen aparecer en las canciones como espectros que se acercan lentamente desde un horizonte nocturno. Priman aquí las guitarras y los punteos de bajo, también una flauta que se explaya de forma sublime en temas como «Javelin Unlanding» o «Sping«. Pero lo mejor de todo es que el sentido del romanticismo de Bill Callahan se aleja completamente de la ampulosidad de, por ejemplo, el concepto amoroso de una banda sonora pensada para Hollywood. «Dream River» se ve arropado por el estricto sentido del amor de un cowboy, y por lo tanto los instrumentos se ciñen a la mínima expresión necesaria para transmitir emociones ricas y complejas. Es un amor que puede resultar seco cuando se verbaliza, pero que puedes sentir en su infinidad cuando te sostiene entre sus brazos masculinos y poderosos.
Un amor tosco que, sin embargo, nada tiene de unilateral. Sus lados, sus caras, son múltiples, tal y como demuestra la danza de apareamiento de toques indios de la muy subyugante «Javelin Unlanding«, el peligroso aroma a «fuera de la ley» que se desprende de «Spring«, el retozar en la oscuridad boscosa de «Seagull» disfrutando del placer de las palabras (aquí vuelve a aparecer el Callahan más aficionado a los juegos del lenguaje, con esa aliteración deslumbrante del «barroom barroom«), el vals final cuando ya no queda nadie en la pista con el que la delicada «Winter Road» cierra el disco… Y, sobre todo, la complejidad emocional del romanticismo propuesto por Bill Callahan reside justo en el centro del álbum, como un dolor en la barriga que te dobla por completo: «Ride My Arrow«, con sus líneas de guitarra como palabras gritadas en plena madrugada, deslumbra tanto en lo lírico como en lo musical, postulándose como una de las composiciones más imperecederas del artista. Volviendo a la broma que abre este texto, no sería difícil vaticinar que Callahan se va a hinchar a follar gracias a este «Dream River«. Sin embargo, sólo hace falta escuchar sus letras para darse cuenta de que no va a ser así: » I like it when I take the controll from you and when you take the control from me«, canta en «Small Plane«. Estas son las palabras, sin lugar a dudas, de quien no escribe para encamar a grupies. Son las palabras, más bien, de quien ha encontrado un equilibrio pluscuamperfecto que acaba aflorando en todas y cada una de sus canciones.