No hay que confundir el sibaritismo con la gilipollez. En esta vida hay muchos tipos diferentes de placer y hay que saber ordenarlos en sus estratos correspondientes, pero disfrutándolos todos. Lo dicho puede aplicarse desde la gastronomía (sí, todos sabemos que lo del Burger King es pura basura pero, de vez en cuando, apetece) hasta diferentes áreas de la cultura… Tomemos, por ejemplo, el cine: por mucho que lo que a ti te ponga palote sean las películas-río sobre la historia política y social de Filipinas firmadas por Lav Díaz (que, por cierto, rara vez bajan de las cinco horas de duración), está clarísimo que de vez en cuando es genial echarse un blockbuster a las espaldas, dejar la cabeza en piloto automático y disponerse a disfrutar como un niño. Es decir: con la mirada limpia de prejuicios y anteponiendo el placer egotista por encima del frío racionalismo. Lo mismo es aplicable a la literatura: evidentemente, lo que todos estamos esperando es un nuevo libro de Vila-Matas, una nueva locura metaliteraria de Dave Eggers o que se descubra el Santo Grial que David Foster Wallace se dejó sin publicar, olvidado en un cajón. Pero, de nuevo, de vez en cuando, ¿por qué no plantarse delante de uno de esos libros que se te escurren de las manos como anguilas pintadas con el negro de las letras sobre la página en blanco?
Porque podría intentar cubrirme las espaldas diciendo que «Perdida» (publicada en nuestro país por Mondadori) es «algo más» que un puro fast-reading. Y puede que lo sea. Pero no pienso incurrir en el error de intentar intelectualizarlo y mandar al garete toda la diversión que Gillian Flynn propone en forma de muñeca rusa que rompe por completo las leyes de lo previsible: si crees que cuando abras la matrioshka gorda te vas a encontrar con la misma pero un poco menos rellenita, lo llevas claro… Y es que la autora estructura su novela en tres grandes bloques con nombres tan sugerentes (y explicativos) como «Chico pierde chica«, «Chico conoce chica» y «Chico recupera chica (o viceversa)«, haciendo que el cambio de un bloque hacia el siguiente coincida con un gran twist que lo cambia todo. Y cuando digo que lo cambia todo no estoy siendo irresponsable con mis apologías: es que, realmente, lo cambia todo. Por mucho que creas que estás vacunado contra la efectividad de este tipo de recursos, no te confíes porque puedes acabar con los pantalones bajados y una violación anal en toda regla.
El primer tramo presenta a un hombre, Nick Dunne, al que de pronto le estalla un paquete bomba en la cara: su mujer desaparece un buen día y, de hecho, aparecen todo un conjunto de pistas que apuntan hacia él como sospechoso inequívoco. Tampoco es que Nick sea un dechado de virtudes: durante la rueda de prensa en compañía de la policía en la que han de anunciar la desaparición de su esposa, el tipo acaba componiendo una sonrisa de asesino perfecto que no hace más que confirmar unas sospechas que el lector empieza a sentir profundamente gracias al diario personal de Amy Dunne (la «gone girl» del título), que se va trenzando con la acción principal de forma magistral: mientras la investigación policial y la desesperación de Nick te hablan en presente, el diario de Amy habla en pasado. Y es un pasado que inculpa directamente a Nick. La resonancia entre una voz y otra están ajustadas de forma finísima por parte de una Gillian Flynn que demuestra una capacidad refinadísima para el tempo justo. Pero, entonces, llegamos al segundo capítulo y todo lo que creías saber sobre los personajes se desmorona como una torre de naipes: toca volver a recomponerla, pero seguro que no volverá a ser exactamente igual. Básicamente, porque ha quedado al descubierto el forro interno de Nick y Amy… y ambos guardan secretos muy jugosos. Las dos voces ya no es sólo que se hayan disasociado, es que cada una se ha aliterado en diferentes ecos que abruman y llevan al lector a dudar de absolutamente todo lo que está leyendo. Y, cuando finalmente crees que la acción está prácticamente resulta, llega «I» y acaba por romperte del todo los esquemas de la forma más sublime posible: dejando a la vista algo que habíamos intuido durante todo el relato pero que habíamos pretendido obviar en pos de lo que es esperable en un relato de esta naturaleza.
Creedme: la resolución final de «Perdida» no es la esperable en un relato de este tipo, sino más bien en un necesario retrato psicológico de las parejas de mediana edad de nuestra época. ¿Y cómo son las parejas de mediana edad de nuestra época? Un peligroso cóctel de libertinaje mal entendido, de celos escondidos, de frustraciones profesionales y vitales, de severos traumas causados por una educación neo-liberal irresponsable y de pasivoagresividad como moneda de cambio. Flynn consigue que sus dos protagonistas sean retratados por separado como entes de una considerable complejidad psicológica (a veces perversa en su autoconsciencia, a veces catastrófica en su inconsciente) ante la que sería demasiado fácil deshacerse en elogios si no fuera porque, al fin y al cabo, es pura realidad. Eso sí, ¿no es más difícil capturar lo real real resultando verosímil que aventurarse a la ficción y quedarse corto de coherencia?
Por si esto fuera poco, por si el hecho de que Amy y Nick sean dos caracteres perfectamente psicoanalizados por separado, cuando se juntan se revelan como una mina antipersona esperando que la pises. Ahí está la verdadera valía de «Perdida» en general y de «Chico recupera chica (o viceversa)» en particular: que te hace entender que sí, que Amy es una tarada manipuladora y Nick un calzonazos en perpetua crisis de personalidad (y ego), que ambos han llevado la situación hasta un límite de agresión mental casi insostenible… pero que los límites son fronteras y las fronteras están para saltárselas y no volver a mirar atrás nunca más. Al fin y al cabo, hay que tener los ovarios bien puestos para componer un personaje como el de Amy (si lo hubiera hecho un hombre, sopesando lo que este retrato tiene de radiografía nada complaciente del género femenino, no se le podría halagar con la mitad de elogios al respecto de su valía ni su valentía), pero los hay que tener mejor puestos todavía para salir con vida a la hora de componer un retablo fascinante y sin fisuras de la guerra de sexos en el siglo XXI. Escalofriante y placentero todo en uno.