Imaginemos, muy libremente y con una pizca de pomposidad, cómo debe de ser la mañana de un día cualquiera en la actual vida de James Allan, cantante y guitarrista de Glasvegas: abre los ojos aún tumbado en su cómoda cama, observa taciturno el techo de su blanca y diáfana alcoba, se frota la cara con sus manos mientras se levanta, abre las suaves cortinas de su enorme ventana y se queda varios minutos con la mirada perdida entre la belleza de las verdes praderas escocesas… Después, entra en su lujoso e impoluto baño, se humedece el rostro en el lavabo, se coloca frente al espejo y se queda prendado, cual Narciso, de su propia imagen. Se atusa ese peinado que le hace parecerse tanto a Joe Strummer, se pone sus características gafas de sol y baja lentamente las grandes escaleras de su casa. Debería entrar en la amplia cocina para sentarse a la mesa y desayunar, como todo ser humano. Pero él, no. Él no necesita alimentarse para afrontar el resto del día. Él prefiere dirigirse directamente hacia su barroco salón, hacer volar su pluma compositiva y dejar que el piano marque las notas de las canciones que guardarán sus historias repletas de desgracias familiares, cuitas personales, reflexiones sobre la muerte y disquisiciones acerca de la decadencia de los valores de la sociedad contemporánea.
Quizá la rutina real de James Allan no tenga nada que ver con lo fantaseado en el anterior párrafo. Pero es posible que no se quede demasiado lejos, a tenor de las noticias publicadas los últimos años en torno a su azarosa vida y, lo que nos importa, de lo narrado en sus composiciones musicales. Porque los dos primeros discos de Glasvegas funcionaron como sendos lienzos sobre los que Allan pintó, con trazos finos, en blanco y negro y pálidos colores, los reflejos de muchos de los avatares que integraron su bagaje emocional y sentimental. Así, por un lado, su logrado debut, “Glasvegas” (Columbia, 2008), situó a su banda como referente del nuevo pop trágico y sobrecogedor; y a él mismo, como su nuevo guía espiritual por sus afectadas inflexiones vocales y su sensible visceralidad, mezclando la ambigüedad de Brett Anderson y el engolamiento del Elvis Presley rompecorazones. Mientras que, por otro, su sophomore, “EUPHORIC /// HEARTBREAK \\” (Columbia, 2011), arrastró todo lo expuesto hasta límites paroxistas, tanto en su forma y fondo -épica desmedida, (hiper)dramatismo, textos (ultra)dolorosos, latigazos de autocompasión y toneladas de azúcar- como en su ejecución –Allan se llevó a sus compañeros a una mansión playera de California para comenzar su grabación-.
A pesar del hundimiento y de la aparente pérdida de rumbo que supuso el dicotómico “EUPHORIC /// HEARTBREAK \\”, parece que James Allan no ha aprendido la lección. O, mejor dicho: da la sensación de que no se conformó con entregar una sola vez tal indigesta compota melodramática, ya que “Later… When The TV Turns Static” (BMG, 2013) ofrece una segunda y gigantesca ración. Si no quieres caldo (empalagoso), toma dos, tres, cuatro tazas y las que hagan falta, debió de pensar el bueno de Allan cuando se le presentó la posibilidad de multiplicar la fuerza de sus llantos tras cambiar de discográfica (de la major Columbia a otra major, BMG, y tiro porque me toca…) y encargarse él mismo de la producción del tercer trabajo de Glasvegas. En esencia, un océano de lágrimas en el que naufragan, con igual ahínco que en su predecesor, confesiones pianísticas (“Choices”, “I’d Rather Be Dead (Than Be With You)”), sucedáneos de muros de sonido spectorianos / shoegazer (la titular “Later… When The TV Turns To Static”, “Secret Truth”), combinaciones de los citados elementos (“Finished Sympathy”) y desparrames vocales interpretados por un Allan lastrado por un exacerbado manierismo que no resulta verosímil ni atrapa al oyente (“All I Want Is My Baby”).
Pero, aunque “Later… When The TV Turns Static” se muestra como una película de argumento torturado filmada en 35mm que se va quemando poco a poco, se pueden rescatar tres piezas de la hoguera: “Youngblood”, como ejemplo de pop grandilocuente de estadio bien domado en el que el feedback guitarrero y la melodía cuajan; “Magazine”, que certifica que la contención es una virtud; y, por encima del resto, “If”, el single más evidente y destacado del álbum que recupera las bondades que encerraba en su interior el homónimo (y añorado) “Glasvegas”. Cuando ese disco vio la luz, James Allan lo tenía todo en su mano para hacer realidad sus sueños de grandeza. Y, en parte, lo logró… Hasta que se le empezó a ir de las manos su hiperbólica poesía sonora, perdiendo por el camino su credibilidad y la sinceridad que transmitía su banda; aunque puede que algún día las recuperen… Eso es algo en lo que debería pensar Allan cada vez que abra los ojos aún tumbado en su cómoda cama, observe taciturno el techo de su blanca y diáfana alcoba, se frote la cara con sus manos mientras se levanta…