Originariamente, el esperpento fue una herramienta valleinclanesca a través de la que dejar al descubierto el sinsentido de una situación de actualidad enfrentándola contra su imagen bastardizada sobre un espejo deformante. No es necesario volver a explicar el funcionamiento de este recurso narrativo explotado hasta la saciedad: si pones a una persona ante un espejo cóncavo, convexo o simple y llanamente loco, la imagen que te devolverá puede ser divertida o inquietante, pero seguro que en ella descubres detalles que te habían pasado desapercibidos ante la imagen «real». Y si me extiendo al hablar del algo tan castizo como el esperpento cuando supuestamente debería estar hablando de la trilogía de Ulrich Seidl es porque parece que el austríaco no sólo ha recurrido a esta práctica para sacarle el mayor de los partidos, sino que a través de sus tres últimos films consigue ampliar los horizontes del esperpento hacia nuevos parajes de desazón y de juego de espejos entre la realidad previsible y la sorprendente imagen resultante. La dualidad, el diálogo entre una imagen y su reflejo, está presente en las tres partes de esta trilogía en la que cada una de las entregas está distinguida ya desde el título por una palabra que es descompuesta, desmontada, satirizada y casi sodomizada por Seidl sobre un lecho de celuloide.
Si se visualizan los tres films siguiendo el orden en el que se estrenaron en tres de los más grandes festivales de cine del mundo (Cannes, Venecia y Berlín), la apertura no podía ser más espectacular: «Paraíso: Amor» es, sin lugar a dudas, la más impactante y sólida de las tres partes de la trilogía, tanto en lo visual como en lo conceptual. Sus dos horas de metraje ofrecen una ironía a flor de piel: pese a su título, el film persigue al personaje de Teresa (Margarete Tiesel) hasta Kenia a la búsqueda de un placer vacacional que va más allá de los daiquiris, la piscina, las hamacas y las actividades monitorizadas para catar más bien la sensual carne negrísima de los habitantes del lugar. ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir turismo sexual? Básicamente, porque en la mirada de la protagonista no se extingue nunca el brillo de la búsqueda de «algo más»: cuanto más se adentra Terese en las dinámicas del placer monetizado, cuanto más natural reacciona ante un mundo en el que la carne es moneda de cambio, más parece brillar en sus ojos la tristeza por el paraíso perdido, la devastación por tener que compensar con placer físico el vacío dejado por un placer espiritual compartido que no parece tener cabida en este mundo. En nuestro mundo. Como dice ella misma, lo que quiere, al fin y al cabo, es que le miren a los ojos y le vean el alma.
También puede entenderse «Paraíso: Amor» como una metáfora de las tensas relaciones entre Europa y África: Terese encarna a ese hombre blanco que cree que todo puede comprarse. No es gratuita esa primera escena en la que, tras su llegada a Kenia, la mujer intenta dar un plátano a un mono para que esté quieto y ella pueda hacer una foto, por mucho que el mono coja el plátano y se largue por patas siendo substituido inmediatamente por otro mico… Patrón de comportamiento que se irá repitiendo a medida que se suceden los amantes de la austríaca. En contraposición, los lugareños que venden su cuerpo de forma sutil (nunca piden dinero, sino que lo consiguen a través de embustes camuflados entre caricia y caricia, entre piropo y piropo) bien pueden entenderse como una nación que ha de aprender a obtener lo que quiere de forma lateral pero rotunda.
Ambas resonancias (amor / turismo sexual, Europa / África) son plasmadas en «Paraíso: Amor» con una capacidad superlativa para el díptico: las imágenes conversan en el film entre ellas de principio a fin, de tal forma que los planos más impactantes, las escenas de mayor importancia se ven aliterados hacia el final del film con un nuevo estrato de sentido. Las tumbonas repletas de turistas al sol mientras algunos keniatas les observan en la playa más allá de la línea de separación que no puede ser cruzadas, por ejemplo, vuelven a aparecer vacías y solitarias en medio de la noche cuando se aproxima el fin del relato. En ocasiones, el reflejo de una imagen sobre el espejo deformante de sí misma se abre como un abanico en diferentes momentos: una de las escenas más impresionantes de «Paraíso: Amor» es, sin lugar a dudas, aquella en la que el grupo de austríacas contratan a un pobre desalmado que les hace un tristísimo striptease justo antes de que apuesten cuál de ellas le empalmará primero e inicien una táctica de acoso y derribo que provoca desasosiego por lo que tiene de machacante. Esta escena, sin embargo, puede ponerse en relación con otras dos vistas con anterioridad: aquella en la que el mismo grupo de austríacas observan aburridas una atracción de cocodrilos y sólo se motivan cuando el domador les lanza carne cruda, por un lado; pero también con esa otra escena en la que Terese salta la línea que divide el mundo de los turistas del mundo de los keniatas y, durante un paseo por la playa, se ve asediada por los lugareños hasta el límite del hastío. El retruécano de este juego de relaciones llega precisamente en el último plano, donde Seidl hace que los diferentes significados convivan dentro de un mismo espacio: el director encuadra a Terese caminando esforzada y cansada de un lado a otro de una playa mientras en sentido contrario pasan tres lugareños haciendo acrobacias diversas. Poco se puede añadir ante una imagen tan poderosa.
La segunda parte del tríptico, «Paraíso: Fe«, toma como protagonista a la hermana de Terese: Anna Marie (Maria Hofstätter), una beata que se dedica a pasearse por la ciudad con una imagen de la Virgen María con la que intenta extender la práctica del cristianismo entre los inmigrantes. Es, sin duda, una visión de la fe muy llevada al límite del esperpento, más todavía si tenemos en cuenta que no tarda en aparecer el marido de Anne Marie: un musulmán paralítico que va en silla de ruedas y ante el que su mujer muestra de todo menos bondad cristiana. La sátira es más que evidente, y sobre todo, dura. Durísima. Si en «Paraíso: Amor» hay espacio para lo entrañable y «Paraíso: Esperanza» puede ser vista incluso desde un perverso candor, «Paraíso: Fe» se erige como la entrega más áspera. También, a lo mejor, la entrega que mayores heridas puede causar sobre la sensibilidad del espectador. En esta ocasión, más que recurrir al juego de contrarios para extraer de su choque el significado final del film, Seidl opta por llevar hasta el extremo el propio concepto del film (la fe) como método para aniquilar su significado: vista a través de esas escenas de beatitud compartida con otros feligreses, a través de esas desquiciadas visitas a inmigrantes que no quieren ser convertidos (especialmente la borracha que roza lo lésbico), a través de esa poca empatía demostrada hacia las necesidades de su marido, la fe de Anne Marie deja de ser fe e incluso beatitud y pasa a ser crueldad pura y dura, ceguera del alma.
En lo visual, sin embargo, Seidl sigue recurriendo a los dípticos y al diálogo entre sus imágenes. La incomodidad que siente el espectador al ver a todo ese grupo de beatos sentados alrededor de la misma mesa, lanzando salvas esperanzadas por una unidad cristiana totalitaria, no es tan diferente de la incomodidad que siente Anne Marie ante la orgía en el parque: una incomodidad que nace de la idea de estar viendo algo «sucio», tan «sucio» que se ve impelida a lavarse todo el cuerpo justo después de contemplar los cuerpos desnudos enmarañándose sobre la hierba. Pero si hay en «Paraíso: Fe» una conversación interna especialmente poderosa entre dos imágenes, es precisamente la que se establece entre esos inicios en los que Anne Marie se pone alrededor de la cintura unas cadenas para hacer penitencia caminando de rodillas a lo largo y ancho de todo su piso y esa otra escena, cercana al final del film, en el que el marido parapléjico es castigado por su mujer y ha de recorrer todo el piso a rastras a la búsqueda de su silla de ruedas. La tensión entre ambos personajes es escalofriante, rayana al terror psicológico (el grito del marido cuando la mujer le intenta lanzar agua bendita mientras duerme es estremecedor)… Hasta tal límite que «Paraíso: Fe» destaca como el perfecto intermezzo de esta trilogía que retrata la desesperanzante quiebra de valores del mundo occidental actual: sin fe, al fin y al cabo, no hay ni amor ni esperanza.
Tras la experiencia apabullante de «Paraíso: Fe«, «Paraíso: Esperanza» se abre como una lluvia matutina en pleno verano. Su inicio es refrescante, aunque sólo sea porque toma como protagonista a la hija de Terese, Melanie (Melanie Lenz), una adolescente de tan sólo 13 años a quien no resulta difícil encarnar un ideal de «esperanza» por el mero hecho de tener toda la vida por delante. Pero, tratándose de esta trilogía, no sorprenderá a nadie que Ulrich Seidl no tarde demasiado en vapulear nuestras expectativas para retomar, de nuevo, la aniquilación de un significado a través de su choque contra el opuesto que nace de sí mismo. En esta ocasión, muchas son las esperanzas que habitan «Paraíso: Esperanza«: la de Melanie y sus compañeros por perder peso en el campamento de verano para gordos al que les han inscrito, la de la protagonista en torno a las posibilidades de ese amor encarnado en el médico del campamento y, otra vez hablando en términos mucho más amplios, la esperanza de futuro generacional implícita a todo este grupo de jóvenes de una edad temprana. Como en las anteriores entregas de la trilogía, el director consigue destrozar encarnizadamente el sentido de su propio título, de todas las esperanzas comprendidas entre las paredes de cada fotograma, a base de contraponerlas contra su misma imagen en un espejo deformante.
La pérdida de la esperanza es, en el caso de Seidl, algo puramente visual, algo que puede encapsularse en una serie de fotogramas… La esperanza por perder peso queda completamente aplastada bajo el peso de esas escenas en las que las niñas asaltan la cocina en plena noche para aprovisionarse de chocolatinas y otros alimentos prohibidos (lo hacen con tanta naturalidad, además, que parece que esta esperanza no sea algo que vaya con ellas: puede que, al fin y al cabo, la sociedad esté más interesada que ellas mismas en que pierdan peso). La segunda esperanza, la amorosa, queda enterrada por todo un conjunto de poderosísimas escenas como la del juego de la botella en la habitación de gordos semidesnudos, la de la escapada que acaba con Melanie bailando desbordantemente en un pub local (un alarde de sensualidad cárnica que desemboca en un intento de violación muy chocante) o, sobre todo, el enfriamiento paulatino del pasillo en el que la joven espera a su amado. Pero si hay en «Paraíso: Esperanza» una esperanza que sea maltratada con especial sorna y ensañamiento, con un sentido de la sátira doliente y cáustico, es la esperanza de un futuro generacional: este grupo de adolescentes que metaforizan, no cabe duda, las generaciones a las que pertenece el futuro se ven forzadas aquí a encajar dentro de unos parámetros de pensamiento cuadriculados, sumisos y tristemente homogéneos. Proliferan las actividades en las que el grupo de niños se presenta como un rebaño bobino al que se le obliga a hacer las mismas cosas una y otra vez hasta alcanzar una triste pobreza de espíritu de la que sólo se puede desprender una conclusión: no hay futuro. Y, si lo hay, será tan gris, tan falto de valores poderosos como el presente.
Vistas en conjunto, las tres películas que forman la trilogía «Paraíso» presentan una habilidad común para fascinar desde la superficie: Ulrich Seidl se revela como un autor casi pictórico a la hora de encuadrar a sus anti-heroínas con una morbidez carnal cercana a Rubens (la comparación está trillada, lo sé, pero ahí quedan los múltiples planos de las tres protagonistas retozando en lechos de diverso pelaje, apáticas y abúlicas, blandas como su propia carne). La capacidad del director para conseguir planos que semejan retablos naturalista convierte a las tres películas en una experiencia sensorial única que llena al espectador de un gozo estético que choca frontalmente contra la dureza del discurso. Y es que, al fin y al cabo, si Seidl escogió «Paraíso» como nombre para su trilogía es precisamente porque en todo momento retrata el paraíso que nos han vendido: una sociedad saturada de conceptos buenrollistas (amor, fe, esperanza) que, una vez enfrentados contra su propia imagen deformada (esperpéntica por la vía cóncava de la deformación o por la convexa de la ampliación extrema), dejan al descubierto lo contradictorio de su propia existencia. Una contradicción que sólo puede conducir a la tristeza del alma, a la pobreza existencial. De nuevo, el esperpento nos habla del presente congelando nuestra sonrisa en una mueca que roza el ridículo.