Hay conciertos que son mucho más que conciertos. El que Arcade Fire ofrecieron ayer 21 de noviembre en el Palau Sant Jordi de Barcelona, más que un concierto fue una confirmación a la vez alegre y triste. Alegre porque ver a las casi 10.000 almas allá congregadas totalmente entregadas desde el minuto cero de la actuación (es lo que tiene abrir con «Ready to Start«) fue el indicativo incontestable de que Arcade Fire, esa banda de canadienses chalados que abrazamos desde el indie en cuanto nos plantaron delante de las narices su primer EP homónimo («Arcade Fire«; Merge, 2003), ha pasado a ser, por fin, patrimonio de la humanidad. Y con patrimonio de la humanidad nos referimos, para bien y para mal, al temido término «mainstream«… Sea como sea, la alegría de saber que, por una vez, a tu prima adicta a Kiss FM le mola algo que tú también escuchas hay que contraponerle una pequeña gran tristeza. Porque, a diferencia de la prolífica década de los 90, ¿cuántas bandas de los últimos 10 años han conseguido cruzar el umbral del indie para establecerse en el mainstream de forma honrosa? Sólo estos canadienses… Por hacer símiles, Coldplay serían Oasis mientras que Arcade Fire serían los Blur de esta década que cerramos. Pero de nada sirve lamentarse. Y, mucho menos, con el concierto mayúsculo que los de Win Butler escupieron en la cara de los presentes ayer por la noche.
Y no es gratuita la utilización de la palabra «escupir». Porque, a diferencia de las actuaciones previas de Arcade Fire, la puesta en escena de su sublime «The Suburbs» (Merge / Universal, 2010) sangra rabia y tensión por todos sus poros. Donde, hasta ahora, Win Butler y compañía habían buscado la epilepsia colectiva por la vía del himno definitivo (con los conciertos de su primer álbum) o la hipnosis megalomaníaca de secta televisada (con el tour de «Neon Bible«; Merge, 2007), ahora se les intuye el abrazo desprejuiciado a un «look back in anger» sin cortapisas. Una actitud que explotó en el mejor momento del concierto: una «Month of May» en la que empujaron la presión springsteeniana contra las paredes de la cabeza de los presentes con un muro de cemento sónico que sabía a sangre de una lengua mordida en un intento de auto control abocado al fracaso. Este cúlmen llegó justo después de que la banda enlazara, para deleite del personal, los dos temas preferidos de aquellos que asistieron al Palau Sant Jordi con los coros bien aprendidos y el resto de canciones descuidadas: «Neighborhood #3 (Power Out)» y «Rebellion (Lies)«. Y aunque para muchos el subidón pareció acabarse con el último «lies» del tema mencionado, para muchos otros aquello sólo fue el puente que conducía hacia los tendones masticados de «Month of May«.
Sea como sea, disfrutaras este concierto al nivel que lo disfrutaras, la única posibilidad era precisamente esa: disfrutar. Los motivos para el gozo eran infinitos. Podías empezar con con un set algo menos espectacular que la aparatosidad de la gira de «Neon Bible» (con aquel órgano fake sobre el escenario) pero mucho más efectivo en su recreación de una parada de autopista con sus puentes de fondos y su inmenso panel informativo actuando de (para nada) improvisada pantalla. Lo siguiente era disfrutar de los visuales entre fantasmáticos y celebrativos, pero siempre fascinantes (a las bailarinas acuáticas de su último tour se les suman nuevos clásicos como las palmeras con regusto a plástico), de los bailes de Regine Bulter con cintas de colores en las manos (al final de una «Sprawl II (Mountains Beyond Mountains)» que, en vez de convertirse en el nuevo himno de cierre, se desaprovechó ligeramente al principio del set), de la sana competitividad que Win impuso a Barcelona contra Madrid o de la contagiosa hiperactividad de poseídos de la que hacen gala casi todos los miembros de la banda…
Pero, sobre todo, el principal motivo de placer fue un setlist acertadísimo que consiguió un equilibrio casi perfecto en el que las canciones de sus tres álbumes, pese a la grieta tectónica que separa los dos primeros del último «The Suburbs«, consiguieron entrelazarse con una naturalidad in crescendo que iba dificultando la respiración conforme avanzaban los minutos. Podía echarse en falta un tramo de temas menos fáciles, más depresivos y de aristas mucho menos amigables que las de las canciones que allá se corearon: un cuarteto formado por las ausentes «In The Backseat«, «Oceans of Noise«, «Deep Blue» y «Spraw I (Flatland)«, por ejemplo, hubiera arrancado lagrimones como puños (o bostezos larguísimos, dependiendo de la predisposición del público). Pero está claro que Arcade Fire venían a triunfar y que, precisamente por eso, optaron por desterrar el riesgo de su elección de temas. No hubo riesgo, pero sí una calidad y una ponderación infinitas. Así que, ¿quiénes somos nosotros para, con nuestros caprichos de arcadefirefílicos, negarles los laureles merecidísimos en base al que sería nuestro setlist ideal?