«¿Cómo Debería Ser Una Persona?» (publicado en nuestro país por Alpha Decay) es, posiblemente, el título más guay, rotundo y pretencioso que me he encontrado en mi vida de lectora. Es un título que hace a la perfección el trabajo que se le presupone a todo título de libro: llamar la atención y prometer mucho. La segunda novela de la canadiense Sheila Heti (conocida en el territorio cultureta por ser la coordinadora de entrevistas de The Believer) es igual que su título: llamativa, prometedora, guay y pretenciosa. En ella Heti habla de todo lo humano y lo divino que puede afectar y preocupar a una mujer de treinta años en una gran ciudad como Toronto: el éxito profesional, conservar las buenas amistades (y aceptarlas cómo y cuando vienen), enfrentarse a las derrotas amorosas y construir una identidad acorde con sus principios y necesidades. Su protagonista, Sheila, se puede interpretar como un alter ego difuminado de la autora: los amigos de Sheila están inspirados en su propio círculo de amistades (pintores, artistas y faranduleo canadiense) y los ambientes en los que se mueve son lugares comunes que Heti conoce bien. Pero, en lugar de alojar a su protagonista en una situación de éxito y reconocimiento laboral como ella disfruta, la ubica en un momento de distorsión personal y laboral que servirá como arranque de una breve historia de cómo se construye una persona en un momento muy concreto de su recorrido vital.
Al inicio del libro, Sheila acaba de dejar a su marido. Se casó joven y pronto perdió la chispa del amor. Conoce a su nueva mejor amiga, Margaux, en una fiesta y pronto encajan. Sheila está escribiendo una obra de teatro feminista que no le sale. Sencillamente, no sabe qué hacer o por dónde cogerla. Y decide grabar a Margaux, que es un bicho bastante raro y especial (además de una reconocida pintora canadiense) con la intención de sacar conclusiones que le sirvan para no se sabe bien qué, pero enseguida intuyes que de poco para la obra de teatro. Margaux no lleva bien que la graben (Margaux no lleva bien nada, porque es una genia y las genias son así) y discute mucho con Sheila sobre Sheila grabándole y sobre pintura, belleza y tener éxito en la pintura y en la vida. Sheila adora a Margaux y, a ratos, le crispa los nervios. Viviría con ella toda su vida y otras veces la mandaría a la mierda sin billete de vuelta: como la vida misma. Sheila y Margaux solucionan sus dimes y diretes por mail. Y a veces bebiendo y drogándose de noche. Pero sólo a veces. Sobre todo por mail.
Y en estas que Sheila se saca un novio, Israel, que está muy bueno (Sheila es judía, ojo) y que le hace la vida imposible pero la folla muy bien. No hay que tener la mente muy sucia para encontrar pronto la metáfora religiosa. Pero, por si a alguien se le escapa, la autora incluye una escena surreal en una copistería de Nueva York con un sacerdote judío donde hablan de Moisés y cosas muy profundas que no vienen a cuento (repito: están en una copistería). Y a todo esto han montado un concurso de cuadros feos entre Margaux y Sholem, que son dos personas que, además de ser muy atractivos, no pueden pintar cosas feas. Porque en su mundo la fealdad no tiene cabida. O, por lo menos, ellos no pueden resistirla. Con todo este trajín a su alrededor, Sheila tiene material de sobra para su obra de teatro. Tanto que, llegado el momento, se da cuenta de que tiene que ir más allá y convertirla en un libro. «Su» libro. Todo muy meta.
No es muy difícil comparar la novela de Heti con las «Girls» de Lena Dunham: una y otra hablan de problemas y situaciones parecidas y sus protagonistas comparten un montón de cosas (ambas intentan tener éxito en el mundo editorial, tienen relaciones sexuales dependientes y son incapaces de establecer conexiones emocionales, luchan cada día por y para la amistad entre mujeres…), pero donde Dunham utiliza la ironía y hasta el cinismo, Heti emplea una prosa que va de lo banal a lo profundo sin pasar por la casilla de salida. Y hay momentos que una no sabe si está leyendo una maravilla o una tontería que, más que «¿Cómo debería ser una persona?» debería titularse «Mis Problemas del Primer Mundo«. Aun así, hacia el último tramo de lectura la narración se despereza de unas cuantas páginas de sin sentido para coger un ritmo ágil que coincide con el mismo momento en el que la protagonista empieza a ver con claridad y a tomar decisiones que le afectarán positivamente en su vida. El libro no llena ese gran hueco de dudas existenciales que plantea el título (quizá demasiado superlativo para lo que tiene dentro) pero sí sirve para plantear una historia contemporánea y universal adornada de toques muy personales que echan un vistazo general sobre una generación (la nuestra) narcisista, banal y que anda bastante perdida. Una generación a la que, al final, lo que más le preocupa no es cómo somos sino cómo nos relacionamos con los demás.