Cuando Robert Wyatt, baterista de Soft Machine, volaba desde un tercer piso aquella noche de junio de 1973, quizá no sabía que esos metros de caída serían el comienzo de su leyenda. Wyatt quedaría paralítico y, durante su dolorosa convalecencia, compuso gran parte de “Rock Bottom” (Thirsty Ear, 1974), el cual terminaría convirtiéndose en uno de los trabajos cumbre del rock psicodélico. Su accidente le cambió la vida: “Me ayudó con la música porque la estancia en el hospital me permitió ser libre para soñar”. Y él, a su vez, nos dio licencia para soñar a nosotros.
Exactamente cuarenta años después de que Wyatt se quedara inmóvil de cadera hacia abajo, un californiano llamado Will Wiesenfeld nos deleita con un disco que, si bien queda por ver todavía qué posición ocupa en el panteón de la música de nuestro tiempo y a pesar de las obvias diferencias estilísticas, es igualmente alucinante y, en ocasiones, alucinógeno. Pero lo más importante, “Rock Bottom” y “Obsidian” (Anticon, 2013) comparten una característica crucial: ambos fueron gestados entre la vida y la muerte. Wiesenfeld se pilló un E.coli del tamaño de un melón que le dejó gravemente enfermo durante semanas. En cuanto tuvo fuerzas para salir de la cama, se puso manos a la obra para plasmar ese impulso creativo encerrado e incubado a altas temperaturas de fiebre. Sus tormentos no tardarían en salir a relucir.
El muchacho ya había publicado música bajo los pseudónimos de Post-foetus y Geotic, pero es llamándose Baths cuando alcanza fama internacional con “Cerulean” (Anticon, 2010), un disco salido de las catacumbas de la misma escena angelina que colocó a gente como Flying Lotus o Nosaj Thing en la vanguardia de la electrónica. Asentados en la tradición del hip-hop norteamericano más experimental de Prefuse 73 y Boom Bip a la vez que observando desde la distancia las tormentas dubstep que se desataban en las islas británicas, varios artistas convirtieron a Los Angeles en la capital musical del momento. Pero Baths era el perro verde: difícilmente podía reprimir sus impulsos poperos y hasta se animaba a cantar en varios temas. Por mucho músculo que exhibiera en sus beats, sus canciones de amor de orientación gay no tenían tanto que ver con el hip-hop como con los gorgoritos de Toro y Moi y How To Dress Well.
Si alguien tenía alguna duda respecto al camino que Baths acabaría tomando, nos las acaba de disipar todas. Al igual que James Blake, otro talento descomunal de edad insultante, Wiesenfeld ha decidido que lo suyo es muy grande como para ser encapsulado dentro de la electrónica convencional y que a él lo que le va es hacer pop con mayúsculas. Pero, a diferencia del londinense (que es un poco moñas) y su música afectadísima, Baths da un paso más allá. Un paso hacia el abismo, a pecho descubierto. No es un tercer piso, pero el salto requiere valentía. “Obsidian” es una colección de confesiones, obsesiones y traumas. Las letras rozan en ocasiones lo pornográfico. Wiesenfeld no se esconde: pone su voz al frente y sus sentimientos a la vista de todos.
Pero no olvidemos lo más importante: la producción de este disco es sencillamente espectacular. Es compleja, brutal y delicada al mismo tiempo, sobrada de imaginación. Merece ser disfrutada con atención y un buen equipo de sonido, en todo su esplendor. La minuciosa forma en que encaja los distintos sonidos, ritmos, voces… Es un ejercicio de orfebrería que resultaría demasiado abrumador en manos menos refinadas. Pero, lejos de quedarse en vacía demostración de destreza, es el perfecto complemento de composiciones de esta belleza y sinceridad. No merece la pena diseccionarlas una por una ni hacer un análisis exhaustivo de cada una de ellas: lo mejor que puede hacer quien esté leyendo esto es darle al play y sumergirse en el denso, seductor y fascinante que Baths ha construido en “Obsidian”. Sin miedo, sin arnés, sin tapujos. Él lo querría así.
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