Deberíamos haberlo visto venir cuando David Vann irrumpió en la escena literaria internacional con «Sukkwan Island» (un libro en el que el autor exorcizaba los fantasmas del truculento suicidio de su padre mientras ambos estaban atrapados en una isla a la que habían ido a pasar el invierno para poner a prueba sus propias dotes de superviviencia) y cuando decidió alargar el chicle del éxito gracias a «Caribou Island» (donde volvía a chapotear en truculencia a la hora de abordar la fase final de degeneración de una pareja de elevada edad que decide exiliarse en una isla, de nuevo con funestas consecuencias)… Sí. Deberíamos haberlo visto venir: Vann corre el peligro de convertirse en un nuevo Chuck Palahniuk, un escritor capaz de propinar una sonora colleja a sus lectores recién llegados pero incapaz de conseguir repetir e incluso alargar ese mismo efecto por diferentes vías. El autor de «El Club de la Lucha» es el paradigma absoluto de esa tipología de escritores que han paladeado las mieles del éxito con una fórmula y después, por miedo o por incapacidad, han sido incapaces de explorar nuevos horizontes menos estancos.
En el caso de Vann, es innegable el impacto inicial que produce el nivel de confesionalidad de sus dos islas literarias. Pero ya empieza a ser hora de que nos preguntemos: una vez agotada la truculencia de su propio árbol genealógico (puesto que sus anteriores libros tenían un fuerte componente autobiográfico), ¿sabrá el autor hacer florecer su prosa y sus historias más allá de la truculencia? ¿Sabrá evitar la truculencia gratuita? Dicen que, en «Tierra» (publicado en nuestro país por Mondadori), Vann ajusta cuentas con la sombra de una madre que le ha marcado mucho, demasiado, en su vida adulta. El libro narra la historia de Galen, un adolescente que vive con su madre hippy en una casa gigantesca propiedad de su abuela, convenientemente encerrada en un hogar de ancianos. A la ecuación hay que sumar la hermana de la madre (profundamente obsesionada con que su hermana está estafando al resto de la familia al quedarse con la herencia de la madre) y su hija, una bomba de relojería adolescente que traerá a Galen de cabeza (o, más bien, de entrepierna).
De manera similar a los anteriores libros de Vann, «Tierra» se divide en dos mitades plenamente identificables por el punto de inflexión que las separa: la violencia infame que, una vez superada, implica un no retorno absoluto. En este caso, la primera parte se centra en los diferentes tipos de tensión (emocional, sexual) entre Galen, su madre, su tía y su prima mientras todos pasan unos días junto a la abuela. Cualquiera podría pensar que, en este caso, el punto de no retorno es la violenta discusión en la que las dos hermanas parecen partir peras para siempre… Pero la verdadera agresión llegará más tarde, cuando la madre de Galen amenace con denunciarle y encerrarle en prisión y, en su proceso de huída despavorida, se encierre en un galpón del que su propio hijo impedirá salir. A partir de aquí, la fragilidad mental del protagonista acabará por exponerse completamente ante el lector cuando este tome una cruel decisión que él percibe como una vindicación necesaria, una venganza ineludible, pero que quien lee concibe como una monstruosidad absoluta.
Es, sin embargo, una monstruosidad que Vann ya ha preconizado desde el principio de «Tierra«: puede que Galen rehuya el hippisimo de su madre, pero lo cierto es que sus ínfulas de profeta espiritual mesiánico no quedan tan lejos del patrón materno del que pretende huir continuamente. En el momento de empaquetar sus cosas de cara al viaje junto a su abuela, los libros que van a parar a su maleta son precisamente «Siddharta«, «El Profeta» y «Juan Salvador Gaviota«… acompañados de algunos ejemplares de la revista pornográfica Hustler. No es una elección casual: los dos extremos (el espiritual y el sexual) son los que estiran del alma de Galen en dos direcciones opuestas y que acaban desgarrándole, abandonándole a una deriva moral (y mental) en la que se creerá un iluminado destinado a salvar a la humanidad devolviéndole a la tierra que él mismo venera: «Galen no sabía qué significaba todo aquello, pero sí que la tierra era su maestro. A cada momento y de forma inesperada, la tierra le mostraba algo. Mejor que ir a la universidad«.
David Vann se muestra realmente sublime a la hora de pintar el retrato de un adolescente francamente antipático y profundamente patético: el lector puede dudar si el autor está haciendo apología de este personaje o si, por el contrario, se posiciona al lado de la ironía… Pero es que la verdadera maestría en «Tierra» es el equilibrio ponderado con el que Vann plasma a su personaje: ni a su lado ni en contra suyo, pero tampoco por encima de su cabeza. Le mira a los ojos y luego nos mira a nosotros. Y, aun así, pese a este acierto, el libro vuelve a incurrir en la truculencia innecesaria y en una dilatación del tiempo narrativo que roza el aburrimiento injustificado… Dos lacras que hacen dudar si Vann ha ingresado en el Club Palahniuk pero que, a la vez, se ven lo suficientemente paliadas por los aciertos de «Tierra» como para obligarnos a pensar que es pronto para extender una membresía de por vida. Esperemos a su próximo libro.