Una chica llega a una playa en la que hay un inmigrante que, al parecer, ha pasado allá la noche. Poco después, aterrizan en el mismo lugar dos familias que no se conocen de nada entre ellas. Más adelante, otros tres personajes se sumarán a este heterogeneo grupo… Para entonces, dos hechos inesperados habrán sacudido agresivamente a estos compañeros obligados: primero la primera chica aparece muerta en el agua (con la inevitable carga de sospechas hacia el inmigrante) y, sobre todo, el grupo se ve forzado a aceptar la revelación de que ninguno de ellos puede salir del espacio de la cala. Hay alguna especie de fuerza sobrenatural e invisible que, cada vez que uno de ellos intenta abandonar el paraje, les devuelve al sendero de entrada. De hecho, los expedientes x que asolan la playa se van sucediendo como una partida de cartas en la que cada jugada supera y borra del mapa a la anterior… El colofón, el poker de ases que aniquila al resto, es el hecho de que los protagonistas pronto se dan cuenta de que sus cuerpos envejecen a una velocidad inusitada que les habrá conducido a la muerte si no consiguen abandonar el lugar antes del amanecer del día siguiente.
Hasta aquí, lo más normal es que un alto porcentaje de los lectores de esta reseña hayan pensado inmediatamente en “El Ángel Exterminador” de Buñuel, una película con la que “Castillo de Arena” (editado en nuestro país por Astiberri) comparte punto de partida y, sobre todo, esa sensación de que, a medida que el tiempo va a avanzando, las posibilidades de civilización en las relaciones humanas se van reduciendo peligrosamente. Pero, de hecho, hay otra obra con la que el guión de Oscar Lévy tiende poderosos lazos (por extraño que parezca): “Las Olas”, de Virginia Woolf. En ambas ficciones se plantea la posibilidad de que la vida entera de unos personajes corra a la velocidad de un único día, aunque mientras que la autora de “Orlando” opta por una aproximación poética y metafórica (de hecho, no hay nada sobrenatural en “Las Olas”: lo acontecido es una simple figura retórica), este “Castillo de Arena” se ve atravesado por una afilada y violenta navaja en forma de inquietante thriller que gravita entre Kafka (por el absurdo del punto de partida), Hitchcock (por lo refinado de su suspense) y Bradbury (por su aproximación emocional y humano a un hecho de ciencia ficción).
Este es, precisamente, el principal acierto de la obra de Oscar Lévy y Frederik Peeters: su capacidad para transformar lo que podría haber sido un vende-cómics para geeks aficionados a parábolas espacio-temporales en una delicada novela gráfica alternativa que hará las delicias de todo aquel que alguna vez haya intuído que la ciencia ficción puede ser un artefacto igual o más poderoso que cualquier otro género más convencional a la hora de abordar los claroscuros del alma humana. El trazo de Peeters, además, se desvela como un vehículo especialmente adecuado a la hora de potenciar ese destripar emocional de los personajes: si en «Paquidermo» ya había abordado una trama entre Kafka y Dalí, ahora sigue acumulando referencias ilustres a la hora de alimentar su imaginario. Sea como sea, lo que queda al final es la sensación de que te has bebido “Castillo de Arena” como un batido brutalmente proteínico consumido con la misma ferocidad con la que la playa succiona la vida de los personajes. Algo devastador para los protagonistas… Pero delicioso para el lector.
[Raül De Tena]