«¿En qué momento te diste cuenta de que no llegarías a nada? Cuando vuelves al mirada hacia tu vida, ¿qué ves? ¿Cómo te sientes al saber lo que es la grandeza, y que jamás la alcanzarás? ¿Qué significa para ti que tu vida no haya servido para nada?«. «Magma» (publicado en España por Pálido Fuego) es un libro repleto de preguntas. Son preguntas que un tal W. dirige a su amigo y protagonista del libro, a quien a veces se dirige como Lars (¿alimentando la sospecha de la autobiografía?). Pero bien podrían ser también preguntas propulsadas contra el lector de forma agresiva y caótica, sin aparente orden ni concierto, como una ráfaga de metralla en medio de un campo de batalla silencioso que se niega a reconocerse como campo de batalla y que es la vida de quien lee. Todo es posible, y la probabilidad de que «Magma» no sea más que un espejo palpita en sus propias páginas… Pero no hace falta, sin embargo, buscarle los posibles pliegues alegóricos al libro de Lars Iyer para que su lectura sea una experiencia fascinante que te mantiene en vilo, flotando a lomo de tu propia perplejidad ante la dinámica con eje podrido sobre el que gira la amista de los dos protagonistas.
Es esta una amistad que remite directamente aquella literatura que, hasta bien avanzado el siglo XX, dejó constancia de las relaciones sumamente ilustradas que alumbraron los ambientes universitarios y literarios de Gran Bretaña (y, en menor medida, Estados Unidos). La fascinación reciente por el Círculo de Bloomsbury o por los Apóstoles de Cambridge es algo que parece calurosamente vigente si atendemos la publicación de libros como «El Contable Hindú» de David Leavitt o el reciente «Mi Hermana y Yo» de J.R. Ackerley. Lo que es menos habitual (y ampliamente estimulante) es la revisión de ese acerbo de intelectualismo esnob que Iyer sublima en su «Magma«: las referencias temporales dejan bien claro que los protagonistas de este libro, el primero de una trilogía, viven en un presente con acceso a Internet y a la prensa rosa. Sin embargo, y sin aparente esfuerzo (por parte de los personajes ni de un escritor que nunca fuerza la maquinaria), W. y Lars viven de forma natural un decadentismo intelectual en el que no son difíciles rastrear las constantes de la literatura de principio del siglo pasado: el desdén hacia la inteligencia ajena como moneda de cambio en las relaciones con los más allegados, el ver la vida pasar mientras las preguntas se repiten reiteradamente actuando de grilletes de acero…
Los protagonistas de «Magma«, sin embargo, tienen claro cuál es el culpable de su estancamiento vital: «¿Cuándo empezó todo a ir mal?, cavila W. Ambos sabemos la respuesta: ¡la literatura! ¡Si tan sólo comprendiéramos las matemáticas! ¡Si tan sólo nos inclináramos hacia las matemáticas!» Algunas páginas antes, esta sospecha ya se había preconizado: «¿Pero no admira W. el hecho de que sintamos algo por la literatura? ¿No cree que es eso lo que nos salva? W. no está convencido. <<Con ella nos volvemos imprecisos y llenos de pathos. Eso es todo lo que poseemos: pathos.>>«. Así funciona el libro de Iyer: rodeando siempre las mismas cuestiones, las mismas preguntas en la boca de W. como una bola de hierro atada al tobillo que hunde a Lars hacia un fondo oscuro en el que lo normal sería pensar que cada vez es más difícil ver la luz de la superficie. Pero ahí reside otra de las grandezas de «Magma«: la autoestima de Lars nunca se resiente por mucho que el único propósito de W. parezca dañar su ego. De hecho, es inevitable tomarse las conversaciones entre los dos amigos con un humor nada exhibicionista, como una ironía supurante sobre el ratio de dolor y cinismo que implica cualquier relación humana.
Y es que, por mucho que los protagonistas se pasen el libro buscando un mesías (artistas consagrados como Kafka y Béla Tarr) y líderes (personas con las que conviven y a los que siempre acaban ahuyentando por un motivo u otro), por mucho que el Apocalipsis planee en el horizonte de «Magma» como un proceso en descomposición paralelo a las humedades del piso de Lars (un proceso que, por otra parte, sería la única redención posible según W. para la ignorancia y la falta de talento de su amigo)… Por mucho que estos y otros temas sobrevuelen la novela de Lars Iyer, lo que aquí prima (y duele) es precisamente la disección de una relación de amistad. «Esta es la gran fantasía de W., admite: un grupo de amigos que favorecieran el pensamiento entre ellos.«, explica el narrador en cierto momento. ¿Es esa también la gran fantasía de Iyer y su obra? La respuesta está en la frase que sigue a la cita anterior:»¿Favorezco yo su pensamiento?, le pregunto. <<¡No! ¡Al contrario! ¡Tú eres un idiota!>>«. Y es que, si la respuesta hubiera sido simple y directa, «Magma» no sería tan rematadamente subyugante.