La historia del falso culpable siempre ha dado mucho juego en el cine, desde las rocambolescas y entretenidísimas historias de Alfred Hitchcock hasta recreaciones de casos reales como la de «El Crimen de Cuenca» (Pilar Miró, 1979). No es difícil adivinar por qué: si todos los manuales de guión hablan de la necesidad de que el espectador empatice, de una u otra forma, con el protagonista, qué mejor que ponerle en una situación en que las está pasando putas cuando nosotros (y sólo nosotros) sabemos que el tipo no se merece nada de lo que está ocurriendo. El mérito de «La Caza» es que, lejos de retorcidos relatos donde un condenado a muerte espera una llamada que le salve de la silla en último segundo, su propuesta es radicalmente cercana, casi palpable: un pueblo pequeño de Dinamarca, un profesor de guardería y una alumna suya que suelta una mentira que para ella es inofensiva pero que en realidad tiene potencial suficiente para arruinar la vida a su maestro.
«La Caza» se mete, pues, en un jardín complicadísimo y en el que es fácil caer en decenas de trampas (como es el de los abusos a menores), y consigue salir razonablemente airosa. Cuestiona un tópico («los niños nunca mienten») que todos sabemos que es absolutamente falso y acierta al diseccionar los pensamientos de esa niña y el proceso mental que le lleva a inventarse tan peligrosa historia. Resulta también creíble la forma en que los acontecimientos se desencadenan a partir de ese momento, cómo un asunto tan delicado se enturbia necesariamente y cómo el hecho de que haya niños involucrados hace que todo sea siempre más complejo. Y funciona también a la perfección la dinámica de la acusación injusta, siempre de permanente actualidad y más ahora, cuando linchar sin pruebas está a un solo tuit de distancia. El espectador entra en el juego e, invadido por el mal rollo, empieza a hacerse las preguntas (algo convencionales, sí) que este tipo de historias suele buscar en quien está sentado en la butaca: qué haría yo en ese caso, deberíamos siempre dejarnos llevar por acusaciones que en el fondo son casos de «tu palabra contra la mía», hasta qué punto es justa una discriminación positiva, sería yo capaz de mantener la fe en alguien cercano si se encontrara en esta situación, etcétera, etcétera.
Lo dicho: la película, a casi todos los niveles, funciona. Thomas Vinterberg hace gala de su condición de alumno aventajado de la generación Dogma, que (como prácticamente todos los metidos en aquel sarao) salió por patas en cuanto tuvo oportunidad para demostrar su valía en cine sin manifiestos ni restricciones autoimpuestas: ese ambiente de opresión en un pueblo pequeño y casi idílico está inmejorablemente conseguido, y por esa vía pocos defectos se le podrán achacar al filme. A partir de aquí, es verdad que alguno podrá afearle algunos trazos gruesos en su desarrollo o algunos comportamientos no demasiado creíbles (¿o acaso tenemos una barrera cultural que nos impide entender esa frialdad nórdica?) de algunos personajes, sobre todo en el tramo final. Nada, creo yo, que pueda suponer una enmienda a la totalidad en todo caso.
«La Caza«, en resumen, resulta innegablemente efectiva, cumple con su misión de agarrar al espectador por el cuello durante dos horas, entrega una interpretación soberbia de su protagonista Mads Mikkelsen y consigue introducir un número de matices suficiente para alejarse de la etiqueta de telefilme sensacionalista. Por más pegas que se le puedan encontrar, el balance es más que positivo. [NOTA: 7]