EL JUEGO. Desde que se presentó en sociedad, quedó bien claro que «Bioshock Infinite» tenía la intención de jugar a la revolución en diferentes direcciones. Para empezar, en el seno de la propia saga «Bioshock«: si las dos anteriores entregas se habían desarrollado en la ciudad acuática de Rapture, esta tendría lugar en la urbe flotante de Columbia (con todos los cambios de gameplay y ambientación que eso presupone). Pero es que, además, cuanto más sabíamos de la propia trama del juego, más claro quedaba que la intención de los creadores de «Bioshock Infinite» también era llevar hasta un extremo bastante intenso las posibilidades narrativas de los videojuegos. La historia de la nueva entrega no sólo presentaba una primera persona menos ambigua de lo normal (de hecho, tiene nombre y cara, algo que no suele suceder en aras de que el jugador pueda identificarse más fácilmente con el personaje que maneja), sino que también planteaba un argumento enrevesado con referencias socio-políticas. ¿Demasiado complejo? Que nadie tema, porque también desde los primeros trailers quedó bien claro que «Bioshock Infinite» sería una experiencia de juego igual de vibrante y emocionante que la de sus predecesores. Así las cosas, ¿se entiende que hubiera unas ganas tremendas de tener el juego rodando en nuestras consolas?
PRIMERA PARTIDA. Voy a decirlo pronto y claro: la apertura de «Bioshock Infinite» es una de las más espectaculares que he jugado en toda mi vida. A diferencia del shock inicial del primer «Bioshock» (en el que despertabas entre los restos de un accidente de avión en medio del mar y acababas entrando en Rapture porque no te quedaba otra salida), aquí llegas a un faro en medio del océano transportado por una barquichuela en la que un hombre y una mujer hablan de tu misterioso cometido. Una vez en tu destino, la ascensión por el interior del faro es, cuando menos, inquietante: en cada nueva planta no sólo te vas a topar con mensajes bíblicos de expiación, sino que además alguien también ha ido dejándote advertencias para que hagas bien tu trabajo. Por ejemplo: un tipo asesinado y atado a una silla con una bolsa en la cabeza para que recuerdes que tienes que «traer a la chica de vuelta». Por si eso fuera poco, cuando llegas a la parte superior del faro e introduces una clave que te han entregado los barqueros y, después de que el cielo se oscurezca en rojo sangre siguiendo una extraña melodía de trombones de barco, una puerta se abre hacia una silla en la que es evidente lo que va a pasar: unos grilletes amarran tus manos y, ¡zas! Ya estás volando hacia Columbia.
El primer vistazo de la urbe flotante es espectacular: múltiples plataformas suspendidas en el aire, algunas unidas, otras en su propia deriva ordenada, todas estructuradas en torno a varias estatuas de dimensiones colosales. Tu cápsula (o lo que sea en lo que estás siendo transportado) llega a su sitio y desciende por un corredor vertical en el que, de nuevo, los mensajes bíblicos de advenimiento de un profeta te vuelven a poner en alerta. Tras el aterrizaje, ahora sí que viene el impacto: te encuentras en algo parecido a un templo religioso en el que el suelo inundado de agua y la luz de las velas hace pensar en epifanías bautismales. Tras visitar dos salas en las que conoces la historia de Comstock (el profeta) y su mujer, Lady Comstock, ya empiezas a hacerte una idea de lo que está sucediendo: Columbia es una ciudad gobernada por un líder religioso que tiene todas sus esperanzas puestas en su propia hija, a la que se refieren continuamente como el Cordero (¿puede ser más espeluznantemente cristiano?). Un poco más adelante, te encuentras con la sala principal del templo, formada por múltiples pasillos igualmente inundados de agua por los que circulan ordenadamente devotos vestidos de blanco inmaculado. Al final de tu propio pasillo, una pequeña muchedumbre se congrega alrededor de un sacerdote que te obliga a ser bautizado para poder entrar en la ciudad… Lo que no sabes es que el bautismo será violento y desasosegante.
Sea como sea, ya has pagado tu peaje y te encuentras en Columbia. Puedes ver de cerca lo que habías visto desde tu cápsula: edificios flotantes y estructuras que se mueven de aquí para allá. Pero ahora, además, también ves que la ciudad está poblada de gente feliz que se encuentra en la celebración de un día especial. Priman las banderas americanas y te cruzas con un desfile en el que varios carromatos voladores vuelven a machar con la historia de Comstock y el Cordero que traerá la salvación general. Aquí empieza la exploración: entras en tiendas, miras pequeñas películas aleccionadoras (con las que aprendes que la ciudad entera teme a un Falso Pastor que quiere descarriar al cordero y que curiosamente tiene la mano derecha marcada con un tatuaje muy parecido al que tú luces), escuchas las ya clásicas cintas de voz que van desentramando el argumento y otros argumentos paralelos y te metes en las conversaciones de los personajes (algo que no habías podido hacer antes en la saga «Bioshock» porque nunca te cruzabas con nadie que no quisiera hacer de tí fosfatina), así que por un momento te olvidas de pegar tiros y disfrutas de detalles tremendos como un coro de hombres que vienen a cantarte «God Only Knows» de los Beach Boys desde las alturas. De pronto, un niño te entrega un extraño telegrama que te indica que no cojas el número 77, pero como no tienes ni repajolera idea de qué te está hablando, como que pasas y sigues explorando, ya que estás precisamente en una abrumadora feria con diversas casetas en las que puedes familiarizarte con diferentes armas de tiros y con los tónicos (que vienen a substituir a los vigorizadores de las dos anteriores entregas).
¿Demasiado sosiego para tratarse de un «Bioshock«? Tranquilo, que pronto llegas a una extraña «rifa» en la que, ¡sorpresa!, te toca el número 77. El premio es tirar la pelota con tu número a una chica negra y un chico que le ha ayudado (y aquí empiezas a ver que el racismo es uno de los principales problemas de Columbia). Tienes dos opciones: disparar a los indefensos… o disparar al presentador. Y, justo antes de que tires a matar contra el presentador (¿realmente alguien va a escoger la otra opción?), los guardias advierten el tatuaje de tu mano y se vuelven todos locos del chocho. Aquí empieza la verdadera acción: a partir de este momento, vas a tener que abrirte paso a través de la ciudad de Columbia mientras te vas cargando oleadas de guardias detrás de guardias. Además, puedes empezar a utilizar tus primeros tónicos, como ese viejo conocido que te permite «hechizar» a los robots contrincantes para que ataquen a tus enemigos y no a tí. Es curioso: ante la experiencia original de los dos primeros «Bioshocks«, donde los enemigos eran unos chalados que vagaban por la ciudad y te atacaban a traición, en «Bioshock Infinite» te encuentras luchando contra unas fuerzas del orden ordenadas y bien equipadas. Tanto, que pronto te encuentras el primer enemigo de peso: un tipo en llamas que, tras ponértelo algo difícil, te dará tu primer tónico de ataque, con el que podrás lanzar bolas de fuego o dejar en el suelo trampas de fuego para acabar con los enemigos cuando pasen por encima.
Esto, sin embargo, no ha sido ni el principio. Ha sido un bocadito de lo que está por venir: tu verdadera misión es llegar a la estatua gigante en la que está encerrado el cordero. Para ello, pronto tienes que hacerte con una dinámica nueva en la saga: saltar de edificio en edificio utilizando los ganchos que penden de sus fachadas. Aquí entra en juego una pistola-gancho que, por cierto, también es fetén para aplastar las cabezas de los enemigos. Este artefacto lo puedes utilizar incluso para viajar a través de los railes flotantes que unen diferentes partes de la ciudad y que aportan un toque de vertiginosidad bastante trepidante al juego. Y, de esta forma, parece que ya tenemos establecida la dinámica del juego: en tu camino hacia la estatua gigante, irás eliminando ordas de guardas a medida que vas alucinando con las zonas a las que vas accediendo (como, por ejemplo, esa tétrica hermandad del cuervo en la que parecen rendir tributo a la figura de John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, en una nueva vuelta de tuerca que hace más rica todavía la trama del juego).
Y ya, por fin, la estatua colosal. Aventurarse en su interior es una experiencia similar a la del faro (algo que reitera la sensación de que esto sí que es el verdadero inicio del juego): cada nueva estancia que atraviesas está repleta de signos de advertencia (que indican que la exposición con la «criatura» implicará una cuarentena cada vez más severa), de misterios (diagramas científicos, extrañas máquinas)… Y, finalmente, el primer encontronazo con el Cordero: vas atravesando pasillos con cristales de un único sentido que hacen pensar que la chica ha sido observada toda su vida, pero que nunca ha tenido contacto con personas del exterior. Vas persiguiendo a Elizabeth (que así se llama el Cordero) por diferentes estancias, sin que ella te vea y alucinando con ciertas sorpresas (¿qué es esa brecha dimensional a través de la que la chica ve París?), hasta que un traspiés te hace caer precisamente delante de ella. Tras el shock inicial para ella, viene el shock para tí: tienes que sacarla como sea de ahí y le prometes que la llevarás a París, pero pronto sóis atacados por un pájaro gigante, el Songbird, que es el único ser que ha conocido Elizabeth y que, tal y como te explica ella, tiene por única misión no permitir que ella salga de su particular torre de marfil. Espectacularidad pura y dura: la huída de la construcción colosal es una absoluta locura de nivel cinematográfico que acabará con la propia estatua echa pedazos y contigo y Elizabeth volando por el aire, primero a través de los railes flotantes y, cuando el Songbird te pilla por banda, en caída libre hacia lo que parece ¿el mar?
Cualquier mente sana hubiera parado su primera partida aquí: las bases del juego ya están sentadas. Pero lo cierto es que, en mi caso, tenía ganas de saber cómo sigue la cosa una vez tienes en tu poder a Elizabeth… La cuestión es que, cuando despiertas de tu caída, ya en la playa, Elizabeth escucha música y, presa de la excitación, te deja descansando y se dirige hacia la fuente de la canción. Entonces te tocará buscarla a través de una playa artificial (bastante espectacular) y establecer una meta común: llegar hasta el dirigible de Lady Comstock para utilizarlo en vuestro viaje hacia París. A partir de aquí, sorprende la diferencia con los anteriores «Bioshock«: iremos alternando zonas en la que los personajes que encontremos serán hostiles y otras en las que lo mejor será pasar desapercibido. Y lo que es mejor de todo: Elizabeth no sólo se defiende ella solita, sino que incluso te ayuda fuera del combate (encontrando dinero y otros objetos por su cuenta) y dentro de él (curándote). La aventura se prevé larga… Pero vas a estar más que bien acompañado.
¿QUÉ PASARÁ? Por ahora, ya se intuye que esto es una experiencia «Bioshock» totalmente nueva: hay mucho de exploración sin que eso implique perder los combates en los que vas combinando los tónicos de una mano y las armas de la otra. Puede que se haya sacrificado el mal rollo tétrico que implicaba una Rapture ya totalmente descompuesta: Columbia está, sin embargo, en el principio de su descomposición, y está claro que te encontrarás pasajes igualmente aterradores por mucho que también vayas pasando por otros escenarios más tranquilos. La historia, además, se prevé totalmente embargadora: ¿quién es Comstock? ¿Quién es Elizabeth? ¿Por qué te eligen a tí precisamente para llevarla de vuelta a Nueva York? Demasiadas preguntas. Por suerte, por delante quedan muchas horas de juego donde desparramarse a gusto antes de obtener respuestas.
DISPONIBLE EN… Xbox 360 (versión jugada), PS3 y PC.