Las relaciones emocionales que establecemos con nuestros grupos de música favoritos son muy parecidas a las que tenemos en la vida real. A lo largo de nuestras existencias vivimos highlights indescriptibles con ellos y abrazamos recuerdos memorables y buenos momentos como tablones en medio de una tempestad en el océano. A consecuencia de esto, en ocasiones nos cuesta acercarnos al cambio, a la evolución y, por lo general, vemos cualquier mutación como algo negativo o algo que nos aleja un poquito cada día. Si un grupo que gusta y que toca el cielo hace algún tipo de viraje, usualmente se suele considerar como una metedura de pata, como un desperdicio y se nos llena la boca con un “me gustaban más antes”. Grandes discos de nuestra historia reciente toparon de frente con la desconfianza y el despecho y, con los años y la distancia, han ganado enteros y se han situado en el lugar que, seguramente, merecían desde un principio. ¡Ah, el amor! Que nos ciega contra lo novedoso, que nos obliga a aferrarnos a una rutina que cuando se rompe nos arrastra hacia la indignación…Unos que saben mucho de fans decepcionados y de reproches son Blonde Redhead, el grupo ha-fu más cool del planeta y que ahora también pasará por ser el que más vueltas da sobre sí mismo para ir hacia todavía no se sabe dónde. Desde que a finales de los noventa enarbolaran guitarras, abrazaran el garaje sónico y fueran capaces de plantarle cara a los mismísimos Sonic Youth hasta «Penny Sparkle» (4AD / PopStock!, 2010), los hermanos Pace y Kazu Makino han cambiado muchas veces de chaqueta, pero no cabe duda de que los cambios de temporada los definieron su entrada en 4AD con «Misery is a Butterfly» (4AD, 2004) y el disco que nos ocupa. Después de este, lo que venga tiene pinta de secuela aún por escribir. Pero lo que está clarísimo es que, si sobreviven a esta, solo la afonía y la artrosis acabarán con ellos.
En este disco no queda ni rastro de la inmediatez sónica de «Fake Can Be Just As Good» (Touch & Go, 1997) o del rock espeso de «Memory of Certain Damage Lemons» (Touch & Go, 2000). Sí que se pueden encontrar vestigios de la melancolía gótica de «Misery is a Buterfly«, pero tan sintetizados que cuesta reconocerlos. No es cierto, sin embargo, y como se ha dicho en algunos sitios, que el grupo haya abandonado las guitarras definitivamente a favor de los instrumentos sintéticos, pero sí que es verdad que la forma de componer y el resultado van más por caminos embriagadores y atmosféricos que por rutas analógicas. Todavía hay quién se pregunta qué los ha llevado a experimentar con las melodías narcóticas y a abrazar un chill wave que se derrama como una tonelada de alquiltrán hasta convertirse en cemento, gris y anodino.
No parecía que la cosa fuera a tirar por aquí con aquél «23» (4AD, 2007) que se disparaba como un rayo de luz después de la tormenta gótica de su predecesor con la que los de New York dejarían una muesca imborrable en sus fans… y en su propia carrera. La nueva faceta electrónica con que presentaban «The Dress«, «Dr. Strangeluv» o la canción que daba título al disco mostraba nuevas inquietudes y por ello merecía la pena prestarle cierta atención. Estaba claro que poco quedaba ya de aquellos hipsters bien vestidos con tanta rabia como ganas de posar. Blonde Redhead se convertían en un grupo más cool todavía, limpio y cristalino para desespero de muchos seguidores con poca visión de futuro. En «Penny Sparkle«, sin embargo, retuercen al extremo el cambio y derivan de nuevo en la oscuridad tan visitada pero despojada de la emoción anterior: aquí es recatada, miedosa, contenida y un poco aséptica. La sombra de The xx es larga. Pero que quisieran imitarlos no les garantizaba que la jugada les saliera bien. Entre pasajes a lo Depeche Mode asoman highlights puntuales como «Not Getting There«, «Everything is Wrong» o «My Plants Are Dead«, en los que la voz de Kazu es especialmente sugerente, dejando un poco atrás el espíritu combativo, el tono de ama de llaves enloquecida y adoptando el de fantasma sugerente. Son momentos que los acercan más que nunca a los Cocteau Twins de «Treasure» (4AD, 1984), con su querencia por las atmósferas y los paisajes horizontales y brumosos. En ocasiones caen en el chill wave esponjoso, con bases que oscilan entre el Jarre sutil (si es que esto es posible) y los recopilatorios «Hed Kandi«, y otras devienen en un bucle soporífero de música para ascensores.
No todo es malo en este disco: su escucha sigue provocando una sensación en el oyente de elegancia infinita, de savoir faire y sofisticación absoluta. «Penny Sparkle» es un disco muy estético, sin aristas, impoluto y minimalista. Como una casa recién comprada, con olor a pintura y los muebles recién montados, donde el polvo todavía no ha tenido momento para depositarse, con la extrema higiene que eso significa y el ligero toque creepy que ello implica. Hay a quien este tipo de entornos les gusta, perfectos y sin mácula, suelen ser entornos que apetecen a medida que uno se hace mayor y exige algo de calma y que esta se haga física a su alrededor. Yo personalmente todavía soy más de tormentas victorianas, ciénagas y lodazales, pero no niego que en un futuro muy lejano abrace también la narcolepsia como modo de vida. Entonces «Penny Sparkle» será una bonita y efectiva banda sonora.