Cuando un director se enfrenta al reto de adaptar la enésima versión cinematográfica de un clásico de la literatura, la pregunta que más debería golpear su cabeza es: «¿Qué puedo hacer para que esta película tenga razón de existir?«. Es decir, qué pueden aportar él y su versión que no hayan conseguido otros aventureros que se hayan embarcado en semejante lodazal previamente. Ante semejante reto, sólo hay dos opciones posibles: ser lo más literal posible o tirar por la tangente… pero a lo bestia. En sus anteriores incursiones en el campo de la adaptación cinematográfica, Joe Wright había optado por la primera opción: con «Orgullo y Prejuicio» y «Expiación» se marcaba dos versiones que pretendían ser literales y que, de tan literal, se hundían en el coñazo y la impersonalidad absoluta. Parece ser que el director británico se ha cansado de hacer dramas victorianos a la usanza clásica, y para adaptar la «Anna Karenina» de Tolstoi, ha optado por esa segunda vía tangencial que sólo algunos pocos se han atrevido a tomar (un ejemplo muy claro de este «irse por peteneras» adaptando una historia clásica sería el «Titus» de Julie Taymor).
Para la versión número catorce de «Anna Karenina» y para encarnar a su protagonista, Wright cuenta de nuevo con Keira Knightley, que últimamente parece estar empecinada en representar papeles de época que le quedan como un tiro (su versión de Gollum en «Un método peligroso» de Cronemberg debería ser suficiente para que le pusieran una orden de alejamiento de cualquier cosa parecida a un pololo o un corsé). Al que sí le tienen que haber puesto un corsé es a Jude Law, que encarna a un Karenin insulso y acomplejado que es incapaz de retener a la adúltera que tiene en casa, que en esta versión está despojado de un peso político que sí es representativo en la novela y que choca de frente con los rizos de Aaron-Taylor Johnson, quien encarna a un Conde Vronsky veleta y atormentado que, más que un galán de cine, parece un efebo de postal. Remata el casting Domhnall Glesson como un tibio Konstantin Levin, cuyo personaje funciona como contraste entre la aplastante e hipócrita vida en San Petersburgo y Moscú y la nobleza del campo: él es la única (y pobre) referencia que se hace al choque de dos mundos encontrados que es, junto con la historia del adulterio, la columna vertebral del libro de Tolstoi y a la que aquí le han cercenado varias costillas.
En el momento de afrontar el planteamiento de la nueva versión del clásico ruso, tanto Wright como los productores debieron plantearse: «¿Hacía falta otra versión de la historia, máxime cuando ya suman trece más uno?«. Seguramente la respuesta de su fuero interno fuera «no«, y la siguiente pregunta que debería haber flotado en el aire era: «Si la hacemos, ¿seremos capaces de aportar algo nuevo a las trece películas que ya existen?«. Ahí es cuando al listillo de la clase se le encendió la bombilla y dijo «¡Si!«. Los productores, el director Joe Wright y el guionista Tom Stoppard le preguntaron: «¿Cómo?«. El listillo de la clase dijo: «Haciendo que todo pase en un teatro«. Y ahí se jodió el invento.
Porque, efectivamente, gran parte de la acción de esta nueva versión sucede en un teatro. Una metáfora (evidente, facilona, de estudiante de guión de primer curso) de la ansiedad personal y la asfixia social a la que se ve sometida Karenina cuando decide dar rienda suelta a su pasión (que intuimos o que ya sabemos porque el personaje es célebre, no porque los cuarenta quilos de Knightley enredados en la peluca rubia de Aaron-Taylor Johnson -que, más que pasión adúltera, lo que parece es pedir a gritos que lo lleven a un cuarto oscuro- sean capaces de transmitir nada): el gran teatro de la masa y de una sociedad maniquea e hipócrita que se contrapone a la vida idílica campestre que representa un ramplón Konstantin, que recoge de pasada el discurso que tiene su personaje en la novela. Aquí Wright juega con una puesta en escena pomposa, recargada y cansina plagada de personajes que cotillean mirando a cámara, que se quedan en stand by, que se mueven a cámara lenta y que parecen no poder respirar entre toneladas de frufrús y almidón.
Y es que ese sería el mejor adjetivo para calificar esta película: «almidonada». Todo se pierde en una puesta en escena forzada que algunos quieren comparar con el «Moulin Rogue!» de Baz Luhrmann y a los que yo les digo «qué más quisiera» (sin ser yo fan de «Moulin Rouge!» ni nada de eso). Que a esta película le sobran muchas pretensiones y le falta ritmo, consistencia y orientación en los personajes. Y es que, puestos a adaptar las mil y pico páginas del libro original, Tom Stoppard, imagino que a pachas con el director, optó por erradicar toda la esencia política que tiene la historia, despojando a Karenin y a Levin de su peso en la trama y dejándolos como dos secundarios casi decorativos. Esto sería en beneficio de la trama amorosa entre Anna y Vronsky, que a lo largo del minutaje pierde firmeza y se vuelve atropellada: hacia el final, Anna se comporta como una loca del coño (lo que a Keira le da rienda suelta a sobreactuar, con lo que a ella le gusta) y Vronksy como un cabrón, todo explicado en una secuencia que no es suficiente para entender el deterioro de la relación y la decisión final de la protagonista que hace (y supongo que esto ya se sabrá, que lo de los «spoilers» no se aplica a una novela escrita hace cien años) lo que deberían haber hecho los productores con esta película: tirarla a la vía del tren.
[NOTA: 4]