Casi veintidós años. Este es el tiempo que han tardado My Bloody Valentine en publicar su nuevo disco: “m b v” (Domino, 2013). Un cuarto de vida para el ser humano occidental contemporáneo. Un segmento temporal en el que se producen cientos de experiencias y se asimilan miles de sensaciones personales, entre ellas la de rozar o caer sin remedio en la locura cuando se trata de esperar pacientemente por lo que sea que haya que esperar… Trasladado al plano musical (unas veces anclado en la banalidad; otras, instalado en una grandeza que supera la vida misma), esa demencia provocada por aguardar algo intangible traspasa en contadas ocasiones las barreras de la lógica y, yendo más allá, de la imaginación. Antes de que hiciese trizas, por sorpresa, esa incertidumbre casi eterna que embargó a muchos de sus estoicos seguidores durante más de dos décadas, Kevin Shields ya había empezado a jugar con y en los límites de ese abismo mental cuando se introdujo en el tortuoso proceso de grabación que sólo acabó en el momento en que se quedó convencido con la última nota de la última canción registrada que entraría a formar parte de la obra cumbre de My Bloody Valentine: “Loveless” (Creation, 1991).
En teoría, esa travesía por el desierto en la que involucró a sus compañeros (Bilinda Butcher, Debbie Googe y Colm Ó Cíosóig) y a su sello (Creation, a punto de quebrar por la exigencia financiera del viaje) duró tres años; aunque, en realidad, se había iniciado tiempo atrás, cuando el neoyorquino de nacimiento y dublinés de adopción había encontrado su piedra filosofal sonora en la etapa previa a la salida de la anterior obra del grupo, “Isn’t Anything” (Creation, 1988): habían sido otros tres años de probaturas y ensayos, concretados en una ristra de sencillos y EPs que dieron como resultado un material distintivo y con visos de resultar innovador. Así que, calculando a ojo de buen cubero, Kevin Shields había tardado seis años en conseguir su objetivo; tras la explosión de “Loveless”, según la teoría de la relatividad del irlandés debería transcurrir otro tanto para que su continuación viera la luz. Si no fuese porque Alan McGee echó a My Bloody Valentine de Creation por riesgo de ruina total y la nueva discográfica de la banda, Island, le cerró el grifo monetario por no haber recibido a cambio ninguna canción “apropiada” (según los directivos de la major), Kevin Shields probablemente habría entregado antes de que acabara 1997 (fecha del cese de actividad de su grupo) el deseado tercer álbum. Según sus propias palabras, ese LP había comenzado a gestarse en 1996, época en la que ya tenía suficientes composiciones para perfilarlo y rematarlo.
Pero, además de la complicada relación contractual de Shields con Island (finiquitada en 2001), había que contar, por un lado, con su actitud profesional estajanovista, aplicada según los cánones del detallismo proustiano para encontrar el acorde perfecto y colocar cada sonido en el lugar exacto, aunque ello conllevase invertir días, semanas o meses y su cambiante estado de ánimo le hiciese dudar de sus decisiones hasta el último segundo; y, por otro, con su visión de la vida, derivada en cierta manera de parte de los postulados filosóficos de Arthur Schopenhauer e insertada en un laberinto propio del “Ulises” de James Joyce, otro dublinés de pro. Ambos elementos compondrían el caldo de cultivo ideal para que, paralelamente a sus otras ocupaciones (como remezclador, miembro eventual de Primal Scream, colaborador estelar de otros grupos, productor o coautor de bandas sonoras), su mente se centrase en la tarea ya titánica de hacer realidad su nuevo trabajo al mando de My Bloody Valentine, aunque en su interior los límites marcados por el tiempo no tuviesen demasiado sentido y las tribulaciones típicas de cualquier homo sapiens pasasen a un segundo plano: ¿su rutina diaria era saludable? ¿En qué situación se encontraba su conexión con los compañeros de una banda desactivada sine die? ¿Por qué guardaba un silencio sepulcral en torno a su relación con Bilinda Butcher? El único modo de entender una mínima porción de lo que ocurría en su cerebro habría sido realizando un ejercicio de investigación que se podría denominar “Cómo Ser Kevin Shields”. Pura ciencia ficción psíquica.
La sombra de otro mito desquiciado con sus propios actos creativos envolvía al mago del trémolo: la de Brian Wilson obcecado con convertir “SMiLE” de The Beach Boys en insuperable obra magna del pop. Los paralelismos entre ambos músicos y sus respetivos discos (uno, inacabado; el otro, invisible; ambos considerados de culto) eran evidentes, sobre todo cuando Kevin Shields confesó, antes de anunciar que My Bloody Valentine resucitarían en directo en 2008, que la reunión de la banda para entrar en el estudio y la (re)construcción de su tercer disco serían un hecho. A partir de ese momento, sus puntuales explicaciones describían su afán por introducirse en una renovada espiral de experimentación (para distanciarse de las vías creativas que había seguido en el pasado) inspirada en la estela que Brian Wilson había dejado tras de sí. Así, a su obsesión por que el sonido de su grupo no tuviese parangón en la historia del pop y del rock, añadía su obstinación por alejarse de sí mismo y de los vínculos que lo unían a las lejanas leyendas anteriores y posteriores a “Loveless”.
“¡No os creáis sus mentiras!” Típica frase que los fieles valentinianos repetían sin cesar para que se clavase en los oídos de un Kevin Shields exasperante por culpa de sus insatisfactorios compromisos, sobre todo cuando el avance de las redes sociales virtuales permitió multiplicar su cantidad y alcance. El mundo estaba evolucionando a velocidad de vértigo, y el imperturbable dublinés se mantenía escondido a pesar de que, a mediados de 2012, como si creyese verdaderamente en las predicciones mayas acerca del fin del mundo, había asomado la cabeza para asegurar, sin marcha atrás (esa vez sí), que la nueva entrega de My Bloody Valentine estaba al caer. No era precisamente un meteorito pero, si se materializaba, las consecuencias de su impacto podrían ser iguales. O incluso mayores. La noche del 2 al 3 de febrero de 2013, su explosión se expandió por todo el planeta gracias a las posibilidades de Internet, un soporte que, curiosamente, no sirvió de plataforma para que el contenido que escondían las tres iniciales de “m b v” (un título aséptico, sin el poso poético de sus antecesores) se hubiese filtrado antes de tiempo. De algún modo, Shields (sin ningún corsé discográfico de por medio) seguía teniendo el control de su producción para elegir cómo y cuándo ofrecerla al mundo, al estilo de unos tiempos pretéritos en los que la música se esperaba, se recibía y se degustaba con serenidad, deseo y respeto.
En consonancia con ese esquema tradicional (pero en contraste con la vía utilizada para darlo a conocer: a través de la web oficial de la banda y en audio on-line), el sonido de “m b v” conservaba el matiz analógico de todos sus elementos pese a haber sido envasado en los formatos modernos de compresión. No dejaba de ser otro empeño de Shields impuesto por sus inquebrantables principios; pero en esta ocasión abría una nueva tanda de interrogantes sin resolver, desde los relacionados con la fecha real de las composiciones (¿Principios de los 90? ¿Mediados de esa década? ¿Más recientes de lo que aparentan?) hasta los que preguntaban sobre la autoría de la instrumentación (¿El bajo lo había tocado Debbie Googe durante la grabación?). Enigmas y más enigmas… Lo habitual en casa de Kevin Shields. De ahí que “m b v” adquiriera instantáneamente aura de ítem mitológico (su versión en vinilo -de tirada limitada- ya se vende en la red a un precio desorbitado sin haber sido editado como tal todavía) que encierra todos los componentes característicos e incorruptibles de My Bloody Valentine: un muro de sonido que deja al creado por Phil Spector en una simple valla de escuela infantil; capas y capas de guitarras que no se derriten en las manos de Shields y Butcher, sino en los oídos del receptor; voces etéreas y magnéticas (otro elemento fundamental en la obra valentiniana y, en ocasiones, el más importante) de melancolía infinita; letras sencillas y nada rebuscadas, cuyo efecto simbólico va asociado indefectiblemente a la arquitectura sonora; y las correspondientes dosis experimentales, tal como había asegurado el dublinés.
Mientras dentro de la cabeza de Kevin Shields, aislado en su particular cabaña de Thoreau, el martillo de la perfección elevada a la millonésima potencia continúa retumbando con fuerza para forjar el que se supone será el siguiente paso de My Bloody Valentine (un EP que debería reunir un puñado de temas absolutamente contemporáneos y más indicados para evaluar una teórica puesta al día del cuarteto), fuera de ella los defensores y detractores del grupo y de “m b v” se cruzan opiniones dispares, alabanzas orgásmicas, improperios varios y expresiones de indiferencia. Algo lógico en el mundo real, pero que no tiene relevancia alguna en el universo del lúcido loco Kevin Shields. Al igual que el hecho de que acabara cumpliendo su promesa… casi veintidós años después.